Le di un vaso de ron Yacaré a la indigente borracha.
Piel fina, ajada. (Como un contrato de principios del siglo XX). Pómulos puntiagudos. Labios resecos. Cara de infinita tristeza.
No fui el buen samaritano de la semana. Me consuelo esforzándome en creer que aquellos mililitros de alcohol destilado infundieron un poco de calor en su maltrecho cuerpo. O que, al menos, le ayudaron a olvidar, durante un momento, que su colchón olía a meados y que el hambre acuchillaba su estómago 24/7.
Almuerzo en un bar, junto al metro de Avenida de la Ilustración. Bocadillo de calamares, tercio de Mahou, puñado de torreznos y 1984. Entro a currar en hora y media. Tic tac, tic tac. Aquí dentro se está de lujo.
Estamos sentados en un agrietado banco de la Plaza de Oriente. Bebemos litros y comemos papas sin sal. Pasamos frío. Hablamos de cine, de mujeres, del futuro.
Al sexto cubata solía fantasear con: Cambiar su jotabé-cola por un acá-cuarentaysiete. Entrar en la pista central. Abrirse paso entre la multitud. - Entre los cavernícolas que se empujan como ciervos. - Entre las féminas de largas piernas y labios rojos.