Le di un vaso de ron Yacaré a la indigente borracha.
Piel fina, ajada. (Como un contrato de principios del siglo XX). Pómulos puntiagudos. Labios resecos. Cara de infinita tristeza.
No fui el buen samaritano de la semana. Me consuelo esforzándome en creer que aquellos mililitros de alcohol destilado infundieron un poco de calor en su maltrecho cuerpo. O que, al menos, le ayudaron a olvidar, durante un momento, que su colchón olía a meados y que el hambre acuchillaba su estómago 24/7.
El dolor de tripa. Las mismas trabas a la hora de narrar. Todo le suena pretencioso, envasado, artificial. Debe recuperar la furia de días pasados. Entonces, las historias brotaban como pus. Removían mentalidades. Eso es lo que trata de hacer.
La yaya quería agasajar a sus invitados. Así que el yayo tuvo que hacerlo. Era un capón (gallo gigante) precioso. Las plumas negras, brillantes, el pico rojo, brillante, y los ojos de brillante fuego. Lo decapitó en la cocina.
«Me vi rodeado por una multitud enfervorecida. Los jóvenes se rasgaban las camisetas y gemían. El hielo en sus vasos, el viento en sus gargantas. Se revolcaban sobre una capa de basura de cinco dedos de espesor. Alguien había defecado en las duchas.