La chusta humea a pocos metros, junto a la mierda fresca de un perro-patada. A. debe de estar al caer. Nos recogerá en un C4 rojo con corazones pintados en los empañados cristales. Ya habrá dejado a su satisfecha novia en casa. (Más me vale).
Pienso. Pienso. Pienso en asirme con más fuerza.
Actúo. Actúo. Actúo, pero mis brazos no encuentran apoyo.
JP. continúa sincerándose. En Springfield, las botas están a buen precio. No sé si tengo ganas de potar o de morir. Quizá vomite mi muerte y la inmortalidad me envuelva como un edredón-útero. Como unas sábanas empapadas en líquido amniótico con sabor a bilis.
De momento, me limito a lanzar señales de auxilio. A ver si mi colega capta el S.O.S. De conocer el sistema, parpadearía en Morse.
El dolor de tripa. Las mismas trabas a la hora de narrar. Todo le suena pretencioso, envasado, artificial. Debe recuperar la furia de días pasados. Entonces, las historias brotaban como pus. Removían mentalidades. Eso es lo que trata de hacer.
l curro. Las piernas me duelen cosa mala. No paran de moverse. El difusor de agua es un cabrón. Te la sirve a grado y medio. Y seguro que está envenenada. O algo peor. La subnormal de la cara taladrada me regaña.
La yaya quería agasajar a sus invitados. Así que el yayo tuvo que hacerlo. Era un capón (gallo gigante) precioso. Las plumas negras, brillantes, el pico rojo, brillante, y los ojos de brillante fuego. Lo decapitó en la cocina.
«Me vi rodeado por una multitud enfervorecida. Los jóvenes se rasgaban las camisetas y gemían. El hielo en sus vasos, el viento en sus gargantas. Se revolcaban sobre una capa de basura de cinco dedos de espesor. Alguien había defecado en las duchas.