Mi vaso de tubo mantiene el equilibrio sobre el curvado expendedor de papel higiénico. La rodaja de limón flota impávida entre cubos de hielo en descomposición. Meo con las manos en los bolsillos y la espalda contra la puerta del retrete. Milagrosamente estoy acertando. Toda clase de inmundicias se apelotonan bajo mis pies. Se me cierran los ojos. Mantengo el equilibrio. Alguien ha anudado un condón naranja en el tirador de la cisterna. Buen método para ahorrar agua.
* * *
Me reúno con Jota frente a los espejos. Ese tío de la piel grisácea, los ojos brillantes y los labios rojos no puedo ser yo. Me empapo la cara y salgo del baño. Voy a buscarme en este tugurio plagado de imbéciles. A ver si me encuentro.
La chusta humea a pocos metros, junto a la mierda fresca de un perro-patada. A. debe de estar al caer. Nos recogerá en un C4 rojo con corazones pintados en los empañados cristales. Ya habrá dejado a su satisfecha novia en casa. (Más me vale).
Los recuerdos atribulan, aunque no sólo. Los dolorosos cuesta sacárselos de la cabeza. Con tiempo y esfuerzo pueden sepultarse, malamente, pero siempre hay algo que los hace aflorar. Y desgarran muchas facetas, muy adentro. Los felices son aún peores.
Me hubiera gustado escribir la continuación de la historia de la hiedra moribunda. De verdad. Pero ha sido reemplazada por una rolliza planta de Aloe Vera.
Despierto aturdido entre sábanas sudadas. Las siestas de más de dos horas te vapulean así. Ella ronca débilmente a mi espalda. Sus largos brazos me rodean.