La ventana de Keats, de Andrés Trapiello | Poema

    Poema en español
    La ventana de Keats

    Para Manuel Borrás 
     
    Apartado de todo, vuelto a mí 
    en silencio egoísta, en soledad 
    de campos y de encinas y callejas 
    que el otoño volvió más taciturnas; 
    asilado a esta sombra y sin más patria 
    que una vieja edición de tus poemas; 
    sentado en berroqueña piedra gris 
    y leyendo tus versos, oigo cómo 
    de pronto un ruiseñor se eleva y canta. 
    Todo lo dejo entonces, mi lectura, 
    mis leves pensamientos, mi silencio. 
    Todo por escucharle. Es él, él mismo. 
    El dulce ruiseñor que tú supiste 
    distinguir entre todas las demás 
    criaturas, por ser no melodioso, 
    que lo era, sino por ser el tuyo, 
    el a ti destinado desde siempre, 
    desde el día en que Dios de mansas fieras 
    ocupó el Paraíso y dijo: «hágase 
    también el ruiseñor, para que Keats, 
    en la umbría Inglaterra, al escucharlo 
    embelesado, alcance esta verdad: 
    que el canto es sólo uno, siempre el mismo, 
    y que la rama cambia y cambia el pájaro, 
    mas no la melodía. Esta será 
    de país a país siempre la misma, 
    de un continente a otro y desde un siglo 
    a otro siglo, la misma melodía, 
    igual que en el estanque van las ondas 
    cuando alguien en él escribió un nombre». 
    Pues bien. Conmigo está, frente a este Gredos, 
    el ruiseñor menudo de tus versos, 
    frente a ese abstracto Gredos, calmo y duro 
    y hecho de pura abstracta lejanía. 
    y están también los prados y colinas 
    por los que tú anduviste. Están comigo 
    ahora, aquí. Y las viejas mansiones 
    que el campo inglés conoce, venerables, 
    cubiertas por la yedra, iluminadas 
    con quinqués y bujías cuya luz 
    llenaba las ventanas de dorada 
    quietud e invitación al sueño, 
    de modo que de lejos, si pasaba 
    un viajero, se decía: «¡Quién 
    pudiera estar allí, junto a esa lámpara, 
    dentro de aquella casa, allí sentado 
    en cómodo sillón leyendo un libro 
    o bebiendo los vinos de Madeira 
    y escuchando un piano, o ni siquiera, 
    sólo como esa sombra que es el tiempo! 
    ¡Sólo como la sombra de aquel hombre 
    que se asoma al balcón para mirarme! 
    ¡Quién pudiera quedarse en esa casa 
    y no tener, cerrada ya la noche, 
    que andar por estos fúnebres caminos 
    y exponerse a morir en soledades 
    que harían de la muerte algo aún más triste»... 
    Eso diría el viajero errante, 
    eso mismo diría al contemplar 
    la vieja casa solitaria y grande. 
    Y luego seguiría su camino 
    sin dejar de mirar de vez en cuando 
    atrás, hasta perder aquella luz, 
    aquel temblor de oro entre las ramas 
    oscuras de los tejos, sin haber 
    siquiera sospechado que eras tú, 
    John Keats, la sombra. 

    Y que le viste 
    llegar por el camino, y que dijiste: 
    «Al Sur marcha ese hombre. 
    ¡Quién pudiera con él perderse lejos! 
    Ahora mismo. Sin equipaje alguno. 
    ¡Cómo envidio su suerte y qué tristeza 
    languidecer aquí llevando una 
    vida que ni siquiera de infeliz 
    puedo calificarla! Mira, parte 
    de nuevo, se va. Empieza ya la luna 
    a vadear el río. ¡Cuánto debe 
    compadecer mis años!»... 

    Y que luego, 
    para apagar la sed de tu acedía, 
    tomaste una vez más un papel nuevo 
    sin dejar de pensar en aquel hombre 
    que viste peregrino. Quizás ese 
    fue el día en que escribiste aquel poema 
    que empieza así: «Feliz es Inglaterra...' 
    ¿Quién podría saberlo? Ahora otra vez 
    lo leo en este viejo libro tuyo, 
    y al leer me parece que tu otoño 
    es este otoño mío y que también 
    es mío el ruiseñor que ya ha callado, 
    y me confundo y creo 
    que aquellos claros ríos entre hayales 
    son nuestro pedregal, cuna de víboras. 
    Y así, miro estos bíblicos olivos 
    y alcornoques ascéticos, la tierra 
    de la que brotan zarzas sólo, ortigas, 
    pestilente cenizo o amargas hierbas, 
    y ebrio de gratitud, no siento ya 
    ni abrasador el sol ni amargo el aire 
    ni severos los pardos y los negros, 
    que son colores nuestros metafísicos, 
    sino que cierro el libro y miro lejos, 
    porque tus versos hacen que yo vea 
    este lugar como lugar del alma, 
    y vuelto a mí, comienzo a recorrer 
    de nuevo este paisaje silencioso 
    y a verlo de otro modo ya sentirlo 
    y a desear también la dulce muerte, 
    hermana zarza, hermanos alcornoques, 
    ortigas, alimañas, sequedades.