Cuando pasa una joven como tú salta el pecho, se compran las parcelas de este sitio acotado.
No hay un cuerpo en la tarde que te iguale, criatura. Porque vas explicando lo que queda de verte, poniendo orden a un mundo que no está en este reino.
No hay un rostro que pueda dormir cuando te ha visto ni sienta que, por dentro, van cantando los árboles.
Eres como quisieran ser los astros más lentos, las altas catedrales, las ciudades de Europa que desnudan sus flores con un copo de nieve.
Convocas impaciencias a los bancos de un parque que, detrás de los ojos, te acogieran despacio.
Imposible es gozarte como no bendecirte. No hay nadie que no mire sino dándote gracias.
Hueles como el verano. Desde el calor, lentísimas, se me ofrecen las jaras y, en tus hombros, lo flexible del mimbre y el lentisco. Tienes, debajo de tus brazos, un herbazal tranquilo, olor a prado en celo y a retama de un monte.
Cuando pasa una joven como tú salta el pecho, se compran las parcelas de este sitio acotado.
No hay un cuerpo en la tarde que te iguale, criatura. Porque vas explicando lo que queda de verte, poniendo orden a un mundo que no está en este reino.
Por no hacerle la guerra a la costumbre, allí, en el probador. Allí tus pechos, tan blancos, tan franceses, tan derechos, tan altos como el álamo y la cumbre.