Llegó el día de dejarla
porque así lo quiso Dios.
Le di un beso y un adiós
y me marché sin mirarla.
Porque si otra vez la miro,
no me marcho de su lado
sin antes haber dado
ante mí el postrer suspiro.
Salí, la puerta cerré,
y con la mirada inquieta,
volviendo a mirar la puerta,
falto de valor, ¡lloré!
Allí dentro me dejaba
mi ilusión, mi vida,
mi felicidad: perdida.
La mujer que yo adoraba,
la que endulzó mi vida
diez años con su presencia,
haciéndome olvidar la existencia,
allí dentro se quedaba.
Un año estuve sin verla,
pero dejar de quererla,
eso no lo hice jamás.
Mi alma estaba dormida
mas no muerta, señor juez.
Un día la vi otra vez,
y ese día me ha perdido.
Iban muy juntos los dos.
Aquella mujer me atraía
como el acero al imán,
y caminado buen trecho
yo detrás, ellos delante...
Ella iba con su amante,
yo, solo con mi despecho.
¿Que cómo ocurrió el suceso?
No lo sé.
Sólo sé que vi brillar
un cuchillo entre mis manos,
y al punto aquel hombre
deshecho cayó,
pues lo maté pecho a pecho.
A ella, quise perdonarla,
y me marchaba de su lado
lo mismo que aquella vez
me marchaba sin mirarla
cuando un grito, ¡maldito grito
de su garganta escapase!
Grito que vino a clavarse
en mi alma, ¡maldito grito!
En aquel grito expresaba
la mujer tal sentimiento,
que lanzando un juramento
la miré. ¡Vi que lloraba!
Lloraba por aquél que moría
maldiciéndome quizá.
Nadie ha sufrido jamás
lo que yo sufrí aquel día.
Y mirándola enloquecí,
y maldije mi existencia,
y la dije: 'ya no hay clemencia
ni para él, ni para ti.'
Y alzando mi existencia
y perdida ya la razón,
supe hallarla el corazón
con la punta del puñal.
Esta es la historia entera.
Ni quito, ni nada aumento.
Desde aquel triste momento
a mi suerte me acomodo.
La maté porque una mujer ingrata
no debe inspirar clemencia.
Firme usía la sentencia,
que justo es que muera el que mata.
«En la mayor parte de la historia, Anónimo era una mujer» Virginia Woolf
En París está doña Alda, la esposa de don Roldán,
trescientas damas con ella para bien la acompañar:
todas visten un vestido, todas calzan un calzar,
todas comen a una mesa, todas comían de un pan.
Las ciento hilaban el oro, las ciento tejen cendal,
... Levantóse la casada
una mañana al jardín,
dicen que a gozar del fresco:
«¡Más le valiera dormir!»
Esperando a su galán
a sueño breve y sutil,
le ha dado amor mala noche.
«¡Más le valiera dormir!»
Sobre la madeja bella
Lunes era, lunes
de Pascua florida,
guerrean los moros
los campos de Oliva.
¡Ay campos de Oliva,
ay campos de Grana,
tanta buena gente
llevan cautivada!
¡Tanta buena gente
que llevan cautiva!,
y entre ellos llevaban
—Sola me estoy en mi cama
namorando mi cojín;
¿quién será ese caballero
que a mi puerta dice «Abrid»?
—Soy Bernal Francés, señora,
el que te suele servir
de noche para la cama,
de día para el jardín.
-¡Abenámar, Abenámar, moro de la morería,
el día que tú naciste grandes señales había!
Estaba la mar en calma, la luna estaba crecida,
moro que en tal signo nace no debe decir mentira.
Estáse la gentil dama
paseando en su vergel,
los pies tenía descalzos,
que era maravilla ver;
desde lejos me llamara,
no le quise responder.
Respondile con gran saña:
-¿Qué mandáis, gentil mujer?
Con una voz amorosa
—El que tiene mujer moza y hermosa
¿qué busca en casa y con mujer ajena?
¿La suya es menos blanca y más morena,
o floja, fría, flaca?– No hay tal cosa.
Que por mayo era, por mayo,
cuando hace la calor,
cuando los trigos encañan
y están los campos en flor,
cuando canta la calandria
y responde el ruiseñor,
cuando los enamorados
van a servir al amor;
sino yo, triste, cuitado,