En el banquillo de los acusados, Anónimo | Poema

    Poema en español
    El banquillo de los acusados

    Llegó el día de dejarla 
    porque así lo quiso Dios. 
    Le di un beso y un adiós 
    y me marché sin mirarla. 

    Porque si otra vez la miro, 
    no me marcho de su lado 
    sin antes haber dado 
    ante mí el postrer suspiro. 

    Salí, la puerta cerré, 
    y con la mirada inquieta, 
    volviendo a mirar la puerta, 
    falto de valor, ¡lloré! 

    Allí dentro me dejaba 
    mi ilusión, mi vida, 
    mi felicidad: perdida. 
    La mujer que yo adoraba, 

    la que endulzó mi vida
    diez años con su presencia, 
    haciéndome olvidar la existencia,
    allí dentro se quedaba.
      
    Un año estuve sin verla, 
    pero dejar de quererla, 
    eso no lo hice jamás. 

    Mi alma estaba dormida 
    mas no muerta, señor juez.
    Un día la vi otra vez, 
    y ese día me ha perdido. 

    Iban muy juntos los dos. 
    Aquella mujer me atraía 
    como el acero al imán, 
    y caminado buen trecho 
    yo detrás, ellos delante... 

    Ella iba con su amante, 
    yo, solo con mi despecho. 
    ¿Que cómo ocurrió el suceso?
    No lo sé.

    Sólo sé que vi brillar 
    un cuchillo entre mis manos, 
    y al punto aquel hombre 
    deshecho cayó, 
    pues lo maté pecho a pecho. 

    A ella, quise perdonarla, 
    y me marchaba de su lado 
    lo mismo que aquella vez 
    me marchaba sin mirarla 

    cuando un grito, ¡maldito grito
    de su garganta escapase! 
    Grito que vino a clavarse 
    en mi alma, ¡maldito grito! 

    En aquel grito expresaba
    la mujer tal sentimiento, 
    que lanzando un juramento 
    la miré. ¡Vi que lloraba! 

    Lloraba por aquél que moría 
    maldiciéndome quizá. 
    Nadie ha sufrido jamás 
    lo que yo sufrí aquel día. 

    Y mirándola enloquecí, 
    y maldije mi existencia, 
    y la dije: 'ya no hay clemencia 
    ni para él, ni para ti.' 

    Y alzando mi existencia 
    y perdida ya la razón, 
    supe hallarla el corazón 
    con la punta del puñal. 

    Esta es la historia entera. 
    Ni quito, ni nada aumento. 
    Desde aquel triste momento 
    a mi suerte me acomodo. 

    La maté porque una mujer ingrata
    no debe inspirar clemencia. 
    Firme usía la sentencia, 
    que justo es que muera el que mata.

    «En la mayor parte de la historia, Anónimo era una mujer» Virginia Woolf