El deseo es un agua, de Antonio Carvajal | Poema

    Poema en español
    El deseo es un agua

       I 


    Siempre vive, pervive, sobrevive y asciende, 
    como un astro y sus luces, el deseo a los cielos, 
    sin confundirse nunca con el cuerpo logrado, 
    sin renunciar jamás al clamor de la sangre, 

    a las yemas feroces donde mana 
    una mano las nieves sin estrépito, 
    boca que sigue el trazo de las aves 
    más allá de la noche y su sospecha. 
    Abierta noche insomne cuyos dientes 
    tiñen la sangre de un rumor perplejo, 
    tacto de mineral, cristal y lágrima 
    que el mar bebiera y en la luz se cumple 
    abrasadoramente, ardidamente 
    por donde el tiempo yergue sus promesas. 

    Siempre en silencio perseguido y dúctil, 
    resbalando por montes de corales tranquilos, 
    superviviente frágil que sobrenada el canto 
    último en que los barcos naufragaron sin día, 
    recubierto de arenas marchitas y de pétalos 
    para perder los labios donde la luna insiste, 
    resiste. Donde el hierro, carmín rozado, frente 
    de otro pesar sin nubes se desliza convulso 
    como serpiente muda que las sombras escruta 
    abrasadoramente, 
    nunca saciada, nunca 
    consumada en el tacto, 
    musgos frescos, saladas 
    márgenes, sonorosas 
    pulpas hendidas, siempre 
    perseguidora inmune 
    al sudor del estío, 
    al frescor de unos ojos 
    palpitantes de lábiles 
    corpúsculos de aurora, 
    nunca dormida, nunca 
    cubierta por las alas mullidas 
    del olvido. 



       II 


    La sangre, hierro convexo, pegajosa brasa 
    sin renuncias, mana y no cubre, fluye 
    y reclama vasos, céspedes hondos, cuellos 
    por donde el aire resuena 
    con cansancios de oboe 
    henchido con el cuerpo que le negó la aurora, 
    buscando el lecho estéril y la sombra baldía, 
    fingiendo la planicie, 
    la suave piel sin fechas, 
    forma de fruto y pecho 
    desnudo de latidos, 
    y el pedernal lo gime. 

    ¡Oh cosechas vencidas, oh simientes 
    siempre más generosas que los ojos, 
    más ofrecidas a las chispas súbitas 
    que la lengua convulsa de mentiras, 
    volved, volved al suelo, y la amapola 
    cante en las primaveras de otros sueños, 
    otro rumor de latidos acordes, 
    un desvanecimiento de los labios ardidos, 
    mordidos, mientras gime 
    la serpiente en la pulpa 
    borrascosa, sumida 
    en su propio deseo, 
    abrasadoramente, 
    nunca saciada, nunca 
    consumada en el tacto, 
    perseguidora inmune 
    al sudor del estío, 
    mientras la sangre consta, 
    mientras vuelve, revuélvese, se disuelve y desciende 
    como liquen sin luces el sopor a los cuerpos, 
    manteniéndolos siempre sobre el duro equilibrio 
    de una luz prometida que nunca, nunca alcanzan, 
    y una sombra perenne que los ata y los ciega! 



       III 


    No es el azul ni distante-ni irónico, 
    ni en las puertas perplejas que entreabren 
    una posible llama donde el jazmín crepite 
    cuelgan los ramos tristes, 
    las pupilas, la fría 
    mueca por la que pierden su sollozo 
    quienes nunca lograron confundirse en la noche, 
    quienes nunca lograron que la niebla 
    tiñera los jardines del deseo 
    con otra luz que su rencor no hubiere, 
    mientras en las orillas, por la nube 
    primera, como frutos destronados 
    por la estrella rival y melancólica, 
    surten los barcos de enramadas velas, 
    la proa hacia los reinos de la llama, 
    inocente e inmune 
    al cierzo muerto, al austro 
    perseguidor de yeguas y leones, 
    de corzos con la lengua estremecida 
    por las hierbas recientes de rocío 
    junto a la nieve y el azul que ríen. 

    Porque se supo siempre 
    que nos habita el hálito 
    de un alma nunca nuestra, 
    víctimas de los límites 
    que las sombras imponen 
    al cuerpo y al deseo. 

    Porque siempre nos queda 
    una duda en racimos 
    de sed, una serpiente 
    de lava que si aflora 
    castigamos con dura 
    resolución de niebla, 
    siempre fingidos, nunca 
    con resplandor de carne 
    abrasadoramente 
    entregada a los vientos 
    que la muevan, fecunden 
    de pájaros y abejas, 
    la miel, el vuelo, el canto 
    por el azul extenso, 

    y nos llama la sombra, 
    no la llama, no el río 
    con su rumor frondoso, 
    su luz y su clemencia, 

    y el vano giro y la inventada roca 
    que rueda y vuelve a su lugar nativo 
    no los miramos como ser podrían, 
    concreciones de piel, sed y silencio 
    que como pulpa blanda entre los rígidos 
    y amenazantes dedos de la noche 
    promete siempre abrasadoramente 
    la nueva floración, la sangre virgen 
    negada por los ángeles 
    hipócritas que cubren 
    su torso con las capas 
    del rencor y la envidia, 

    nunca para dar paz, nunca para que el gozo 
    de la piel amanezca sobre aquellas mejillas 
    donde una vez pusimos la mirada y los labios, 
    tan ardorosamente, tan gozosos, tan ebrios 
    de un primer resplandor, de un desplegado 
    astro en sus luces sobre el mar dormido. 



       IV 


    ¿De qué pútridas huellas 
    se yergue este perplejo 
    sinsabor de unos muros 
    para la luz cansancio, 
    para la sed derrota, 
    calumnia del rocío? 

    Desplegaba la tarde sus desdenes 
    en el ocre frenético, en el cisma 
    de un sol de labios húmedos, 
    de un hondo respirar que el sueño oprime, 

    y el invicto deseo 
    golpeaba los vidrios 
    de aquella luna, cima 
    de la desolación, 
    hierro concreto y linde 
    donde el pájaro abate 
    todo el candor de sus plumas hendidas, 
    el despliegue inconstante de la rica, la grácil 
    persecución de un pecho 
    donde anidan espejos, 
    simulacros de un vino 
    que hace vivir las algas, 
    las espumas rocosas 
    donde el beso se extingue 
    casi con claridad de esperanza o de culmen. 

    Pero el muro no basta 
    para torcer el curso 
    de las alas, los labios, las yemas, los cansancios 
    que fustiga la sangre y recorre el silencio 
    como una desplegada resplandeciente copa. 

    Beber y hundir los ojos, con las sienes 
    golpeadas por núbiles enloquecidos potros, 
    puentes hacia el extremo poniente sin rencores, 
    allí donde nos consta, 
    donde canta el deseo. 



       V 


    El deseo es un agua 
    retenida en los ojos, 
    resbalada en los labios 
    que en la sombra sugieren 
    lentas lunas amargas, 
    fulguración y súplica y suplicio, 
    dura omisión de resplandor silvestre, 
    terrestre, con escamas como días, 
    como fechas impuestas a los súbitos 
    relámpagos insomnes, a la carne 
    que sabe cierto el límite y el trémulo 
    deshacerse en la luz que así la nutre, 
    incorporarse a un borde sin semillas. 

    El deseo es un agua que persigue 
    álamos blancos, valles y riberas, 
    un horizonte despejado y quieto, 

    alma región luciente donde fluye 
    una canción con labios que la dicen, 
    nutritiva plegaria, cuerpo solo 
    en que arder y vivir fueran la dicha, 
    el gozo, el vuelo, el silbo, el aire, el sol.