Leyendo un claro día mis bien amados versos, he visto en el profundo espejo de mis sueños
que una verdad divina temblando está de miedo, y es una flor que quiere echar su aroma al viento.
El alma del poeta se orienta hacia el misterio. Sólo el poeta puede mirar lo que está lejos dentro del alma, en turbio y mago sol envuelto.
En esas galerías, sin fondo, del recuerdo, donde las pobres gentes colgaron cual trofeo
el traje de una fiesta apolillado y viejo, allí el poeta sabe el laborar eterno mirar de las doradas abejas de los sueños.
Poetas, con el alma atenta al hondo cielo, en la cruel batalla o en el tranquilo huerto,
la nueva miel labramos con los dolores viejos, la veste blanca y pura pacientemente hacemos, y bajo el sol bruñimos el fuerte arnés de hierro.
El alma que no sueña, el enemigo espejo, proyecta nuestra imagen con un perfil grotesco.
Sentimos una ola de sangre, en nuestro pecho, que pasa... y sonreímos, y a laborar volvemos.
Antonio Machado (Sevilla, 1875 - Colliure, 1939) fue el más joven poeta de la generación del 98. Su vida en Madrid y París le llevó a formar parte del círculo de destacados literatos como Rubén Darío, Miguel de Unamuno, Ramón María del Valle-Inclán o Juan Ramón Jiménez. Autor prolífico, se dio a conocer con el poemario Soledades, de marcado carácter modernista, en 1903. Unos años más tarde, en 2912, publicó uno de sus libros más populares, Campos de Castilla. Destacan también, entre otras obras, Nuevas canciones (1914) y Páginas escogidas (1917). Miembro de la Real Academia Española, se exilió al pueblo francés de Colliure tras estallar la guerra civil española. Allí murió y allí descansa su tumba, símbolo del exilio republicano.
No sabía si era un limón amarillo lo que tu mano tenía, o el hilo de un claro día, Guiomar, en dorado ovillo. Tu boca me sonreía. Yo pregunté: ¿Qué me ofreces? ¿Tiempo en fruto, que tu mano eligió entre madureces de tu huerta?
El rojo sol de un sueño en el Oriente asoma. Luz en sueños. ¿No tiemblas, andante peregrino? Pasado el llano verde, en la florida loma, acaso está el cercano final de tu camino. Tú no verás del trigo la espiga sazonada y de macizas pomas cargado el manzanar,
Al fin, una pulmonía Mató a don Guido, y están Las campanas todo el día Doblando por él: ¡din dan! Murió don Guido, un señor De mozo muy jaranero, Muy galán y algo torero; De viejo, gran rezador.
El hombre de estos campos que incendia los pinares y su despojo aguarda como botín de guerra, antaño hubo raído los negros encinares, talado los robustos robledos de la sierra. Hoy ve sus pobres hijos huyendo de sus lares;