Llamar amor a lo que tú y yo hacemos 
es cometer una sensiblería 
indigna de nosotros, que aún somos amantes. 
Eso es mejor que lo hagan los demás, 
aquéllos que precisan aguar un vino fuerte. 
Lo nuestro es un fenómeno distinto, 
sin ningún circunloquio, sin grumos literarios. 
Se manifiesta en el arrastramiento 
recíproco. Consiste en una prospección 
para obtener placer y para darlo, 
un hurto generoso que se ofrece egoísta. 
Es un duro trabajo en las calderas 
de nuestra intimidad, un primitivo 
cerco en torno al castillo de la vida. 
La carne se alimenta de la carne, 
de su mutuo veneno jubiloso. 
Lo que hacemos tú y yo no es el amor. 
A no ser que se entienda por ello un sacrificio 
donde nos ofrecemos a los dioses suicidas 
que habitan en el pozo de nuestra propia sangre. 
Para nombrarlo habría que incurrir 
en palabras que algunos consideran obscenas, 
aunque la obscenidad tampoco lo define, 
porque no pretendemos aleccionar a nadie 
ni sobre el impudor, ni sobre la virtud. 
Lo que mejor explica, sin agotarla nunca, 
la bárbara pureza del deseo recíproco 
es una cacería de animales 
y el hartazgo feliz en que se sacian, 
con los ojos cerrados contra el tiempo, 
en el avaro éxtasis de su feroz banquete. 
Para la bestia octópoda que engendramos tú y yo, 
son una estupidez los términos pacíficos, 
un triste deshonor en la batalla. 
No hacemos el amor, desvalijamos 
con codicia nocturna en la casa del cuerpo.