En los tiempos maravillosos en que la Teología
florecía con la máxima savia y energía,
se cuenta que un día un doctor de los más grandes,
—luego de haber forzado los corazones indiferentes;
y haberlos conmovido en sus profundidades negras;
después de haber franqueado hacia las celestes glorias
caminos singulares para él mismo ignorados,
donde sólo los Espíritus puros quizás habían llegado—,
cual un hombre encaramado muy alto, presa de pánico,
exclamó, transportado por un orgullo satánico:
'¡Jesús, pequeño Jesús! ¡te he impulsado tan alto!
Pero, si yo hubiera querido atacarte a despecho
de la armadura, tu vergüenza igualaría a tu gloria,
y tú no serías más que un feto irrisorio!'
Inmediatamente su razón desapareció.
el brillo de ese sol con un crespón se cubrió;
todo el caos rodó en esa inteligencia,
templo en otro tiempo viviente, pleno de orden y de opulencia,
bajo las bóvedas del cual tanta pompa había lucido.
El silencio y la noche se instalaron en él,
como en una bodega cuya llave se ha perdido.
Desde entonces se pareció a las bestias callejeras,
y, cuando se marchó sin ver nada, a través
de los campos, sin distinguir los estíos de los inviernos,
sucio, inútil y feo como una cosa usada,
fue de los niños el júbilo y la irrisión.