Una vez, una sola, mujer dulce y amable,
en mi brazo el vuestro pulido
se apoyó ( sobre del denso fondo de mi alma
ese recuerdo no ha palidecido);
Era tarde; al igual que una medalla nueva,
la luna llena apareció,
y la solemnidad nocturna, como un río,
sobre París dormido se extendía.
Los gatos, por debajo de las puertas de coches,
deslizábanse furtivos
el oído al acecho o, como sombras caras,
nos seguían despacio.
Y de súbito, en medio de aquella intimidad,
abierta en la luz pálida,
de vos, rico y sonoro instrumento en que vibra
la más luminosa alegría,
De vos, clara y alegre igual que una fanfarria
en la mañana chispeante,
una quejosa nota, una insólita nota
vacilante se escapó,
como un niño sombrío, horrible y enfermizo
que a su familia avergonzara,
y al que durante años, para ocultarlo al mundo,
en una cueva habría encerrado.
Vuestra discorde nota, ¡mi pobre ángel! cantaba:
«Que aquí abajo nada es firme,
y que siempre, aunque mucho se disfrace,
el egoísmo humano se traiciona;
que es un oficio duro el de mujer hermosa
y que es más bien tarea banal,
de la loca y helada bailarina fijada
en maquinal sonrisa;
Que fiar en corazones es algo bien estúpido;
que es todo trampa, belleza y amor,
y al final el Olvido los arroja a un cesto
¡y los torna a la Eternidad!»
Esa luna encantada evoqué con frecuencia,
ese silencio y esa languidez,
y aquella confidencia penosa, susurrada
del corazón en el confesionario.