Estatua alegórica a la manera del renacimiento
a Ernest Christophe, escultor
Contempla ese tesoro de gracias florentinas;
en la forma ondulante del musculoso cuerpo,
son hermanas divinas la Elegancia y la Fuerza.
Esta mujer, fragmento en verdad milagroso,
noblemente robusta, divinamente esbelta,
nació para reinar en lechos suntuosos
y entretener los ocios de un príncipe o de un papa.
-Observa esa sonrisa voluptuosa y fina
donde la Fatuidad sus éxtasis pasea,
esos taimados ojos lánguidos y burlones,
el velo que realza esa faz delicada
cuyos rasgos nos dicen con aire triunfador:
«¡El Deleite me nombra y el Amor me corona!»
A un ser que está dotado de tanta majestad,
¡qué encanto estimulante le da la gentileza!
Acerquémonos trémulos de su belleza en torno.
¡Oh blasfemia del arte! ¡Oh sorpresa brutal!
La divina mujer, que prometía la dicha
¡concluye en las alturas en un monstruo bicéfalo!
¡Mas no! Máscara es sólo, mentido decorado,
ese rostro que luce un mohín exquisito,
y, contémplalo cerca: atrozmente crispados,
la auténtica cabeza, el rostro más real,
se ocultan al amparo de la cara que miente.
¡Oh mi pobre belleza! El río esplendoroso
de tu llanto se abisma en mi hondo corazón.
Me embriaga tu mentira y se abreva mi alma
en la ola que en tus ojos el Dolor precipita.
-Mas, ¿por qué llora? En esa belleza inigualable
que tendría a sus pies todo el género humano,
¿qué misterioso mal roe su flanco de atleta?
-¡Insensata, solloza sólo porque ha vivido!
¡Y porque vive! Pero lo que lamenta más,
lo que hasta las rodillas la hace estremecer
es que mañana, ¡ay!, continuará viviendo,
¡mañana, al otro día, siempre! ¡Igual que nosotros!