¡Cómo me agrada ver, querida indolente,
de tu cuerpo tan bello,
como una estofa vacilante,
reverberar la piel!
Sobre tu cabellera profunda,
de acres perfumes,
mar oloroso y vagabundo
de olas azules y sombrías,
cual un navío que se despierta
al viento matutino,
mi alma soñadora apareja
para un horizonte lejano.
Tus ojos, en los que no se revela
nada dulce ni amargo,
son dos joyas frías en las que se mezcla
el oro con el hierro.
Al verte marchar cadenciosa,
bella en tu abandono,
se diría una sierpe que danza
en el extremo de un bastón.
Bajo el fardo de tu pereza
tu cabeza de niño
se balancea con la molicie
de un joven elefante.
Y tu cuerpo se inclina y se estira
cual un fino navío
que rola bordeando y sumerge
sus vergas en el agua.
Como un oleaje engrosado por la fusión
de los glaciares rugientes,
cuando el agua de tu boca sube
al borde de tus dientes,
yo creo beber un vino de Bohemia
amargo y vencedor,
¡un cielo líquido que esparce
estrellas en mi corazón!