Blanca muchacha de los cabellos rojizos,
cuyo vestido por los agujeros
deja ver la pobreza
y la belleza,
para mí, poeta enclenque,
tu joven cuerpo enfermizo,
lleno de pecas,
tiene su dulzura.
Tú llevas más galantemente
que una reina de romance
sus coturnos de terciopelo
tus zuecos burdos.
En lugar de un harapo muy corto,
un soberbio traje de corte
arrastra con pliegues rumorosos y largos
sobre tus talones;
en lugar de medias agujereadas,
para los ojos taimados
aobre tu pierna un puñal de oro
reluce todavía;
nudos mal ajustados
desnudan para nuestros pecados
tus dos hermosos senos, radiantes
como dos ojos;
que para desnudarte
tus brazos se hacen rogar
y expulsan con golpes vivaces
los dedos traviesos,
perlas del más bello oriente,
sonetos del maestro Belleau
por tus galantes engrillados
sin cesar ofrecidos
chusma de rimadores
dedicándote sus primores
y contemplando tu zapato
bajo la escalera,
más de un paje enamorado del azar,
más que un señor y más que un Ronsard
¡espiaban por diversión
tu fresco escondrijo!
Tú contabas en tus lechos
más besos que lises
y ordenabas bajo tus leyes
¡más de un Valois!
—Empero tú vas mendigando
algún viejo mendrugo yaciendo
en el umbral de cualquier Véfour
de la encrucijada;
tú vas curioseando por debajo
joyas de veintinueve sueldos
que yo no puedo, ¡oh, perdón!
Regalarte.
¡Ve, pues, sin otro adorno,
perfumes, perlas, diamante,
que tu magra desnudez!
¡Oh, mi belleza!