Un mozalbete espigado
de los que ha tiempo gallean,
pero tan corto de genio
como era largo de piernas,
su invencible encogimiento
sentía sobremanera.
No es que era lerdo el rapaz,
distinguíase en las letras,
pero en tertulia y visita,
le aventajaba cualquiera,
y nunca logró aprender
eso que buenas maneras
llaman unos y buen tono,
otros, de educación prueba,
otros, elegancia, mundo,
y algunos pocos, simpleza,
reducido en la sustancia
(caso que sustancia tenga)
a una fraseología vana
tan inútil como hueca,
en que se miente cariño,
en que amistad se remeda,
en que se ahorra talento,
y en que se gasta paciencia.
Veíalo nuestro mozo
de muy distinta manera
y escarnecido y burlado
por galanes y bellezas,
el mísero se juzgaba
si no aprendía tal jerga;
y este dolor, para él grande,
contólo un día a su abuela.
Era una cabal señora
machucha, cristiana vieja,
un poquito socarrona,
y en mucho sesuda y cuerda.
La cual oyendo el apuro
en que su nieto se encuentra,
dejando a un lado las gafas
y con las gafas la media,
dijo: «Poco fundamento
ni razón tienen tus quejas.
Eres robusto, capaz,
de buen natural y prendas,
para las artes no manco,
ni zurdo para las ciencias;
esto es lo que sobra o basta
para estar en donde quiera
sin temor de excitar risa,
sin empacho ni vergüenza
tus afectos y razones
expresando a tu manera.
¿Qué te importa si no sabes,
con vanas palabras huecas,
mentir como mienten todos
para que nadie te crea?
¿Ni el juicio que de ti formen
por trasgresor de la regla
cuatro mozos casquivanos
y cuatro vanas coquetas?
¿Por qué sientes ignorar
eso que sabe cualquiera?
No tengas lo que te digo
por el voto de una vieja.
Yo conocí a un religioso
pájaro a fe muy de cuenta,
y oíle más de una vez
que todas esas lindezas
que cumplimientos se llaman,
son para la gente necia,
y que el genio y el talento
pueden dispensarse de ellas.»