Elegía a un moscardón azul, de Dámaso Alonso | Poema

    Poema en español
    Elegía a un moscardón azul

    Si, yo te asesiné estúpidamente. Me molestaba tu zumbido 
    mientras escribía un hermoso, un dulce soneto de amor. 
    Y era un consonante en -úcar, para rimar con azúcar, 
    lo que me faltaba. 
    Mais, qui dira les torts de la rime? 

    Luego sentí congoja 
    y me acerqué hasta ti: eras muy bello. 
    Grandes ojos oblicuos 
    te coronan la frente, 
    como un turbante de oriental monarca. 
    Ojos inmensos, bellos ojos pardos, 
    por donde entró la lanza del deseo, 
    el bullir, los meneos de la hembra, 
    su gran proximidad abrasadora, 
    bajo la luz del mundo. 
    Tan grandes son tus ojos, que tu alma 
    era quizá como un enorme incendio, 
    cual una lumbrarada de colores, 
    como un fanal de faro. Así, en la siesta, 
    el alto miradero de cristales, 
    diáfano y desnudo, sobre el mar, 
    en mí casa de niño. Cuando yo te maté, 
    mirabas hacia fuera, 
    a mi jardín. Este diciembre claro 
    me empuja los colores y la luz, 
    como bloques de mármol, brutalmente, 
    cual si el cristal del aire se me hundiera, 
    astillándome el alma sus aristas. 

    Eso que viste desde mi ventana, 
    eso es el mundo. 
    Siempre se agolpa igual: luces y formas, 
    árbol, arbusto, flor, colina, cielo 
    con nubes o sin nubes, 
    y, ya rojos, ya grises, los tejados 
    del hombre. Nada más: siempre es lo mismo. 
    Es un tierno pujar de jugos hondos, 
    es una granazón, una abundancia, 
    que levanta el amor y Dios ordena 
    en nódulos y en haces, 
    un dulce hervir no más. 
    Oh sí, me alegro 
    de que fuera lo último 
    que vieras tú, la imagen de color 
    que sordamente bullirá en tu nada. 
    Este paisaje, esas 
    rosas, esas moreras ya desnudas, 
    ese tímido almendro que aún ofrece 
    sus tiernas hojas vivas al invierno, 
    ese verde cerrillo 
    que en lenta curva corta mi ventana, 
    y esa ciudad al fondo, 
    serán también una presencia oscura 
    en mi nada, en mi noche. 
    ¡Oh pobre ser, igual, igual tú y yo! 

    En tu noble cabeza 
    que ahora un hilo blancuzco 
    apenas une al tronco, 
    tu enorme trompa 
    se ha quedado extendida. 
    ¿Qué zumos o qué azúcares 
    voluptuosamente 
    aspirabas, qué aroma tentador 
    te estaba dando 
    esos tirones sordos 
    que hacen que el caminante siga y siga 
    (aun a pesar del frío del crepúsculo, 
    aun a pesar del sueño), 
    esos dulces clamores, 
    esa necesidad de ser futuros 
    que llamamos la vida, 
    en aquel mismo instante 
    en que súbitamente el mundo se te hundió 
    como un gran trasatlántico 
    que lleno de delicias y colores 
    choca contra los hielos y se esfuma 
    }en la sombra, en la nada? 
    ¿Viste quizá por último 
    mis tres rosas postreras? 
    Un zarpazo 
    brutal, una terrible llama roja, 
    brasa que en un relámpago violeta 
    se condensaba. Y frío. ¡Frío!: un hielo 
    como al fin del otoño 
    cuando la nube del granizo 
    con brusco alón de sombra nos emplomiza el aire. 
    No viste ya. Y cesaron 
    los delicados vientos 
    de enhebrar los estigmas de tu elegante abdomen 
    (como una góndola, 
    como una guzla del azul más puro) 
    y el corazón elemental cesó 
    de latir. De costado 
    caíste. Dos, tres veces 
    un obstinado artejo 
    tembló en el aire, cual si condensara 
    en cifras los latidos 
    del mundo, su mensaje 
    final. 
    Y fuiste cosa: un muerto. 
    Sólo ya cosa, sólo ya materia 
    orgánica, que en un torrente oscuro 
    volverá al mundo mineral. ¡Oh Dios, 
    oh misterioso Dios, 
    para empezar de nuevo por enésima vez 
    tu enorme rueda! 

    Estabas en mi casa, 
    mirabas mi jardín, eras muy bello. 
    Yo te maté. 
    ¡Oh si pudiera ahora 
    darte otra vez la vida, 
    yo que te di la muerte!

    Dámaso Alonso nació en Madrid en 1898. Catedrático, acádemico y poeta, impartió cursos de Literatura española en prestigiosas universidades de Europa y América. Colaborador asíduo de la Revista Española de Filología, dirigió la Biblioteca Románica Hispánica, en la que aparecieron los textos de mayor importancia en el campo de la crítica literaria y de investigación filológica española. Su obra se proyecta en una triple dimensión: la investigación literaria, la prosa y la creación poética. En el primer campo, centra su interés en los autores del siglo de Oro. Destaca la edición de Soledades de Góngora. Un extraordinario trabajo de investigación e interpretación que analiza con fino espíritu de poeta el mundo metafórico del autor barroco. Como poeta, desde sus poemas iniciales hasta su consagración con Hijos de la ira, su estilo evoluciona ágilmente hacia la liberación de los vínculos clásicos de la rima y la forma, en un claro proceso de perfeccionamiento poético. Hijos de la ira (1944) constituye una de las obras más bellas y representativas de la poesía moderna española. En 1978 le fue concedido el Premio Cervantes. Falleció en Madrid en 1990.