¡Oh profundas raíces, 
amargor de veneno hasta mis labios 
sin estrellas, sin sangre! 
¡Furias retorcedoras 
de una vida delgada en indeciso 
perfume! ¡Oh yertas, soterradas furias! 
¿Quién os puso en la tierra 
del corazón? Que yo buscaba pájaros 
de absorto vuelo en la azorada tarde, 
jardines vagos cuando los crepúsculos 
se han hecho dulce vena, 
tersa idea divina, 
si hay tercas fuentes, sollozante música, 
dulces sapos, cristal, agua en memoria. 
Que yo anhelaba aquella flor celeste, 
rosa total -sus pétalos estrellas, 
su perfume el espacio, 
y su color el sueño- 
que en el tallo de Dios se abrió una tarde, 
conjunción de los átomos en norma, 
el tibio, primer día, 
cuando amor se ordenaba en haces de oro. 
Y llegabais vosotras, llamas negras, 
embozadas euménides, enlutados espantos, 
raíces sollozantes, 
vengadoras raíces, 
seco jugo de bocas ya borradas. 
¿De dónde el huracán, 
el fúnebre redoble 
del campo, los sequísimos 
nervios, mientras los agrios violines 
hacen crujir, saltar las cuerdas últimas? 
¡Y ese lamer, ese lamer constante 
de las llamas de fango, 
voracidad creciente 
de las noches de insomnio, negra hiedra 
del corazón, mano de lepra en flecos 
que retuerce, atenaza 
las horas secas, nítidas 
inacabables, ay, 
hozando con horrible 
mucosidad, 
tibia mucosidad, 
la boca virginal, estremecida! 
¡Oh! ¿De dónde, de dónde, vengadoras? 
¡Oh vestiglos! ¡Oh furias! 
Ahí tenéis el candor, los tiernos prados 
las vaharientas vacas de la tarde, 
la laxitud dorada y el trasluz de la dulces ojeras, 
¡ay viñas de San Juan, 
cuando la ardiente lanza del solsticio 
se aterciopela en llanto! 
Ahí tenéis la ternura 
de las tímidas manos ya no esquivas, 
de manos en delicia, abandonadas 
a un fluir de celestes nebulosas, 
y las bocas de hierba suplicante 
próximas a la música del río. 
¡Ay del dulce abandono! ¡Ay de la gracia 
mortal de la dormida primavera! 
¡Ay palacios, palacios, 
termas, anfiteatros, graderías, 
que robasteis sus salas a los vientos! 
¡Ay torres de mi afán, ay altos cirios 
que vais a Dios por las estrellas últimas! 
¡Ay del esbelto mármol, ay del bronce! 
Ay chozas de la tierra, 
que dais sueño de hogar al mediodía, 
borradas casi en sollozar de fuente 
en el bullir del romeral solícito, 
rubio de miel sonora! 
¿Pero es que no escucháis, es que no veis 
cómo el fango salpica 
los últimos luceros putrefactos? 
¿No escucháis el torrente de la sangre? 
¡Y esas luces moradas, 
esos lirios de muerte que galopan 
sobre los duros hilos de los vientos! 
Sí, sois vosotras, hijas de la ira, 
frenéticas raíces 
que penetráis, que herís, 
que hozáis, que hozáis con vuestros secos brazos, 
flameantes banderas de victoria, 
donde lentas se yergen, 
súbitas se desgarran 
las afiladas testas viperinas. 
Sádicamente, sabiamente 
morosamente, 
roéis la palpitante, 
la estremecida pulpa voluptuosa. 
Lúbricos se entretejen 
los enormes meandros, 
las pausadas anillas; 
y las férreas escamas 
abren rastros de sangre y de veneno. 
¡Cómo atraviesa el alma vuestra gélida 
deyección nauseabunda! 
¡Cómo se filtra el acre, 
el fétido sudor de vuestra negra 
corteza sin luceros, 
mientras salta en el aire en amarilla 
lumbrarada de pus, vuestro maldito 
semen...! 
¡Morir! ¡Morir! 
¡Ay, no dais muerte al mundo, sí alarido, 
agonía, estertor inacabables! 
Y ha de llegar un día 
en que el mundo será sorda maraña 
de vuestros fríos brazos, 
y una charca de pus el ancho cielo, 
raíces vengadoras, 
¡oh lívidas raíces pululantes, 
oh malditas raíces 
del odio, en mis entrañas, 
en la tierra del hombre!
Dámaso Alonso nació en Madrid en 1898. Catedrático, acádemico y poeta, impartió cursos de Literatura española en prestigiosas universidades de Europa y América. Colaborador asíduo de la Revista Española de Filología, dirigió la Biblioteca Románica Hispánica, en la que aparecieron los textos de mayor importancia en el campo de la crítica literaria y de investigación filológica española. Su obra se proyecta en una triple dimensión: la investigación literaria, la prosa y la creación poética. En el primer campo, centra su interés en los autores del siglo de Oro. Destaca la edición de Soledades de Góngora. Un extraordinario trabajo de investigación e interpretación que analiza con fino espíritu de poeta el mundo metafórico del autor barroco. Como poeta, desde sus poemas iniciales hasta su consagración con Hijos de la ira, su estilo evoluciona ágilmente hacia la liberación de los vínculos clásicos de la rima y la forma, en un claro proceso de perfeccionamiento poético. Hijos de la ira (1944) constituye una de las obras más bellas y representativas de la poesía moderna española. En 1978 le fue concedido el Premio Cervantes. Falleció en Madrid en 1990.