Yo sólo tenía un cuerpo de once años. Y mi entrenadora me quería niña.
Más niña, más. Más alto. Más. Más hueso. Más cerca del cielo. Más. Y yo me fui acercando. Más y más a los infiernos. Y allí ingresé, tan pronto, tan escasa y pequeña.
Me arrancó de mis once años. La entrenadora. Me reclutó en aquel gimnasio y allí dejé tres meses de mis once años. Entrenando. Llorando. Entrenando. Soñando. Entrenando. Entrenando.
Custodiaba mis raciones. La entrenadora. Abría mi bolsita de alimentos y la expurgaba como una madre despioja a sus crías. Luego la llenaba de triunfos inventados: cada ayuno una medalla. Más ayuno, más alto, más cerca del cielo. Más.
Un día registró, la Entrenadora, mi bolsita de sueños, y halló chocolate. Luego me echó con los ojos llenos de fuego. Y me devolvió a la vida, sin sueños ni victorias. Sin entrenadora. Con la bolsita vacía. Y el dolor.
Con treinta y seis kilos ingresé en el infierno, famélica y endeble como pajaritos reciénnacidos.
Y la bolsita llena de gozo, como un osario. Toda hueso, con once años.
No he vuelto a probar el chocolate. Me produce arcadas y un dolor fino que me hiere el pellejo y hasta el mismo alma. Ahora sólo necesito extirpar el recuerdo. Y el chocolate no sirve.
El medacepán hace milagros.
Ahora, con treinta años, en la bolsita de sueños escondo psicotrópicos.