Al maestro, cuchillada, de Félix María de Samaniego | Poema

    Poema en español
    Al maestro, cuchillada

    Allá en tiempos pasados 
    salieron desterrados 
    de la Grecia los dioses inmortales. 
    Un asilo buscaban, 
    cuando en nuestro hemisferio se fundaban 
    diversas religiosas monacales, 
    y entre ellas, por gozar la vita bona, 
    se refugió el dios Príapo en persona. 
    De tal deidad potente el atributo 
    con que hace cunda el genitario fruto, 
    es que todo varón que esté en su vista 
    siempre tenga la porra tiesa y lista. 
    Con que de esta excelencia 
    sintiendo la influencia, 
    en todos los conventos donde estaba 
    el vigor de los frailes se aumentaba 
    de modo que las tapias eran pocas 
    para tener a raya sus bicocas. 
    Furibundos salieron y atacaron 
    a roso y a velloso; 
    pero, aunque más metieron y sacaron, 
    el efecto rijoso 
    no por eso cedía 
    y cada miembro un roble parecía. 
    El dios Príapo al momento 
    vio que este monacal levantamiento 
    sus fuerzas desairaba, 
    pues más que él cualquier fraile trabajaba, 
    y por miedo a los rudos empujones 
    de tales campeones, 
    abandonarlos luego 
    pensó, tomando las de Villadiego. 
    Fuese, por no pasar el tiempo en vano, 
    a un convento de monjas de hortelano; 
    pero cuando las madres recogidas 
    sintieron de tal dios las embestidas, 
    crecieron sus deseos 
    a par de los continuos regodeos, 
    tanto que al huésped molestando andaban 
    y a puto el postre daban y tomaban. 
    Entre ellas el potente fornicario 
    todavía estuviera 
    si un caso extraordinario 
    por su influjo viril no sucediera; 
    y fue que, como siempre en los conventos 
    hay algunos jumentos, 
    en éste dos las monjas mantenían 
    que los trabajos de la huerta hacían; 
    ítem más, un berraco había en ella, 
    de gordura hecho pella, 
    y su choto ya mancebo 
    que para procrear tenía cebo; 
    por desdicha los pobres animales 
    sintieron los impulsos naturales 
    del dios que los cuidaba, 
    y al tiempo que en la huerta paseaba 
    la femenil comunidad en tropa, 
    oliendo que eran hembras en la ropa, 
    el cerdo con gruñidos, 
    el choto con balidos, 
    y los asnos a dúo rebuznando 
    y sus virotes a lucir sacando, 
    tras de las monjas daban 
    y, aunque corriesen, bien las alcanzaban; 
    pero como enfilarlas no podían, 
    en el suelo caían, 
    donde el polvo, esperma y otras cosas 
    las dejaban molidas y asquerosas. 
    Entonces protección al hortelano 
    pedían, pero en vano, 
    porque a los animales su presencia 
    aumentaba la gana y la potencia. 
    Así que esto las madres conocieron, 
    por el maligno a Príapo tuvieron, 
    que, después de gozarlas, 
    enviaba el Señor a castigarlas; 
    con que, dando al olvido 
    los méritos del dios antecedentes, 
    después de que le hubieron despedido 
    quisieron, penitentes, 
    de su buen confesor aconsejadas, 
    sólo por éste ser refociladas. 
    Príapo, despachado, 
    se marchó a la mansión de un purpurado 
    de geniazo severo, 
    donde entrar pretendió de limosnero. 
    El señor cardenal, con mil dolencias 
    se hallaba, de sus obras consecuencias, 
    con tres partes de un siglo envejecido 
    y en la cama impedido, 
    cuando sus pajes en la alcoba entraron 
    al pretendiente dios le presentaron. 
    Ya había en ellos hecho 
    la presencia del huésped buen provecho 
    inflamando sus flojas zanahorias 
    de suerte que, tornando a la antesala, 
    las empuñaron con primor y gala 
    y se hicieron sus cien dedicatorias. 
    En tanto, el cardenal, que estaba a solas 
    con Príapo, sintió que se estiraba 
    el cutis arrugado de su bolas 
    y que se le inflamaba 
    tanto su débil pieza, 
    que enderezó la prepucial cabeza. 
    Hallóse, finalmente, como nuevo 
    y, echándole al mancebo 
    una ardiente ojeada, 
    saltó del lecho, la camisa alzada, 
    cerró la puerta y atacó furioso 
    a Príapo a traición, que, valeroso, 
    vio que era, en tal apuro, 
    descubrirse el remedio más seguro. 
    En efecto, impaciente 
    se desataca y muestra de repente 
    al cardenal impío 
    por miembro un mastelero de navío. 
    Quedóse estupefacto el purpurado 
    porque, a su vista, el suyo viejo y feo 
    era lo mismo que poner al lado 
    del Coloso de Rodas un pigmeo; 
    y mucho más, oyendo que decía 
    el dios: -¡Habrá mayor bellaquería! 
    Sacrílega Eminencia, 
    Eminencia endiablada, 
    ¿quieres dar al maestro cuchillada? 
    Sepas que es mi presencia 
    la que tu miembro entona, 
    porque soy el dios Príapo en persona: 
    las cópulas protejo naturales, 
    pero no los ataques sensuales 
    de puerca sodomía; 
    y, pues gozar ojete es tu manía, 
    quédese el tuyo viejo, 
    que en sempiterna languidez lo dejo. 
    -¡No, por la diosa Venus!, humillado 
    exclamó el cardenal. ¡A ti, postrado, 
    dios de fornicación, perdón te pido! 
    Mis sucias mañas echaré en olvido; 
    pues, más que en flojedad tan indecente, 
    quiero tenerlo tieso eternamente.