Ella canta, pobre segadora, creyéndose feliz tal vez; canta y siega, y su voz, llena de alegre y anónima viudez, ondula como un canto de ave en el aire limpio como umbral, y hay curvas en la trama suave del sonido que tiene al cantar. Oírla alegra y entristece, en su voz hay campo y brega, y canta como si tuviese más razones para cantar que la vida. ¡Ah, canta, canta sin razón! Lo que en mí siente está pensando. ¡Derrama en mi corazón tu incierta voz ondeando! ¡Ah, poder ser tú, siendo yo! Tener tu alegre inconsciencia y la consciencia de eso! ¡Oh cielo! ¡Oh campo! ¡Oh canción! ¡La ciencia pesa tanto y la vida es tan breve! ¡Entrad dentro de mí! ¡Convertid mi alma en vuestra sombra leve! ¡Y después, llevándome, pasad!
En el tiempo en que festejaban el día de mi cumpleaños, yo era feliz y nadie había muerto. En la casa antigua, incluso mi cumpleaños era una tradición de siglos, y la alegría de todos, y la mía, estaba asegurada con una religión cualquiera.
No sé cuántas almas tengo a cada momento mudo. Continuamente me extraño. Nunca me vi ni encontré. De tanto ser, sólo tengo alma. Quien tiene alma no tiene calma. Quien ve es sólo lo que ve, quien siente no es quien es,
Esta vieja angustia, esta angustia que traigo hace siglos en mí, rebasó la vasija, en lágrimas, en grandes imaginaciones, en sueños al estilo de pesadilla sin terror, en grandes emociones súbitas sin sentido alguno. Rebasó.
Ven Noche antiquísima e idéntica, noche Reina nacida destronada, noche igual por dentro al silencio, Noche con estrellas, lentejuelas rápidas en tu vestido con franjas de infinito.
Un día, en un restaurante, fuera del espacio y del tiempo, me sirvieron el amor como callos fríos. Delicadamente dije al encargado de la cocina que los prefería calientes, que los callos (y eran a la manera de Oporto) nunca se comen fríos.