El guardador de rebaños, de Fernando Pessoa | Poema

    Poema en español
    El guardador de rebaños

       I 


    Yo nunca guardé rebaños 
    pero es como si los guardara. 
    mi alma es como un pastor, 
    conoce el viento y el sol 
    y anda de la mano de las Estaciones 
    siguiendo y mirando. 
    toda la paz de la Naturaleza sin gente 
    viene a sentarse a mi lado. 
    Pero yo quedo triste como una puesta de sol 
    para nuestra imaginación, 
    cuando enfría el fondo del llano 
    y se siente la noche entrada 
    como una mariposa por la ventana. 
    Pero mi tristeza es sosiego 
    porque es natural y justa 
    y es lo que debe estar en el alma 
    cuando ya piensa que existe 
    y las manos cogen flores sin que ella se entere. 
    como un ruido de cencerros 
    más allá de la curva del camino 
    mis pensamientos están contentos 
    sólo me da pena saber que ellos están contentos 
    porque, si no lo supiera, 
    en vez de estar contentos y tristes, 
    estarían alegres y contentos. 
    pensar incomoda como andar en la lluvia 
    cuando el viento crece y parece que llueve más. 
    No tengo ambiciones ni deseos. 
    Ser poeta no es una ambición mía. 
    Es mi manera de estar solo. 
    Y si deseo a veces, 
    por imaginar, ser corderillo 
    (o ser el rebaño todo 
    para andar disperso por toda la ladera 
    siendo muchas cosas felices al mismo tiempo), 
    es sólo porque siento lo que escribo a la puesta de Sol, 
    o cuando una nube pasa la mano por encima de la luz 
    y corre un silencio por la hierba. 
    Cuando me siento a escribir versos 
    o, paseando por los caminos o por los atajos, 
    escribo versos en un papel que está en mi pensamiento, 
    siento un cayado en las manos 
    y veo una imagen de mí 
    en la cima de un otero, 
    mirando mi rebaño y viendo mis ideas, 
    o mirando mis ideas y viendo mi rebaño, 
    y sonriendo vagamente como quien no comprende lo que se dice 
    y quiere fingir que comprende. 
    Saludo a todos los que me leen, 
    agitando el sombrero ancho 
    cuando me ven en mi puerta 
    apenas la diligencia se levanta en la cima del otero. 
    Los saludo y les deseo sol, 
    y lluvia, cuando la lluvia es necesaria, 
    y que sus casas tengan 
    al pie de una ventana abierta 
    una silla predilecta 
    donde se sienten leyendo mis versos. 
    Y al leerlos piensen 
    que soy cualquier cosa natural— 
    por ejemplo, el árbol antiguo 
    a la sombra del cual cuando niños, 
    se sentaban con un sofoco, cansados de jugar, 
    y limpiaban el sudor de la cabeza caliente 
    con la manga del mandil rayado. 



       II 


    Mi mirar es nítido como un girasol 
    tengo la costumbre de andar por los caminos 
    mirando a derecha y a izquierda, 
    y de vez en cuando para atrás... 
    Y lo que veo a cada momento 
    es aquello que nunca antes había visto, 
    y me doy cuenta muy bien... 
    Sé tener el pasmo esencial 
    que tiene un niño, si, al nacer, 
    repara de veras en su nacimiento... 
    Me siento nacido a cada momento 
    para la eterna novedad del mundo... 
    Creo en el mundo como en una margarita, 
    porque lo veo. Pero no pienso en él 
    porque pensar es no comprender... 
    El mundo no se hizo para que lo pensáramos 
    (pensar es estar enfermo de los ojos) 
    sino para mirarnos en él y estar de acuerdo... 
    No tengo filosofía: tengo sentidos... 
    Si hablo de la Naturaleza no es porque sepa lo que ella es, 
    si no porque la amo, y la amo por eso, 
    porque quien ama nunca sabe lo que ama 
    ni sabe porque ama, ni lo que es amar... 
    Amar es la inocencia eterna, 
    y la única inocencia es no pensar 



       III 


    Al atardecer, recargado en la ventana, 
    y sabiendo de soslayo que hay campos enfrente, 
    leo hasta que me arden los ojos 
    el Libro de Cesario Verde. 
    Que pena tengo de él. Era un campesino 
    que andaba preso en libertad por la ciudad. 
    Pero el modo conque miraba las casas, 
    y el modo como observaba las calles, 
    y la manera como se interesaba por las cosas, 
    es la de quien mira los árboles 
    y de quien baja los ojos por la calle adonde va 
    y anda observando las flores que hay por los campos... 
    Por eso tenía aquella gran tristeza 
    que nunca dice bien que tenía 
    pero andaba en la ciudad como quien anda en el campo 
    y triste como disecar flores en los libros 
    y poner plantas en jarros... 



       IV 


    La tormenta cayó esta tarde 
    por las orillas del cielo 
    como un pedregal enorme... 
    Como si alguien desde una ventana alta 
    sacudiera un gran mantel, 
    y las migajas todas juntas 
    hicieran un barullo al caer, 
    la lluvia llovía del cielo 
    y ennegreció los caminos... 
    Cuando los relámpagos sacudían el aire 
    y abanicaban el espacio 
    como una gran cabeza que dice que no, 
    no sé por qué —no tenía miedo— 
    me puse a rezar a Santa Bárbara 
    como si fuera yo la vieja tía de alguien... 
    ¡Ah! es que rezando a Santa Bárbara 
    yo me sentía aún más simple 
    de lo que creo ser... 
    Me sentía familiar y casero 
    y habiendo pasado la vida 
    tranquilamente, como el muro del patio; 
    teniendo ideas y sentimientos por tenerlos 
    como una flor tiene perfume y color... 
    Me sentía alguien que pudiera creer en Santa Bárbara... 
    ¡Ah, poder creer en Santa Bárbara! 
    (¿Quién cree que existe Santa Bárbara, 
    pensara que ella es persona y visible 
    o qué pensará de ella?) 
    (¡Qué artificio! ¿Qué saben 
    las flores, los árboles, los rebaños, 
    de Santa Bárbara?... Una rama de árbol 
    si pensara, nunca podría 
    construir santos, ni ángeles... 
    Podría pensar que el sol 
    es Dios, y que la tormenta 
    es una multitud 
    enfadada por encima de nosotros... 
    ¡Ah, como los hombres más simples 
    son enfermos y confusos y estúpidos 
    cerca de la clara simplicidad 
    y la salud de existir 
    en los árboles y las plantas!) 
    y yo, pensando en todo esto, 
    quedé otra vez menos feliz... 
    Quedé sombrío y enfermo y taciturno 
    como un día en que todo el día amenaza la tormenta 
    y ni siquiera de noche llega... 



       V 


    Hay metafísica bastante en no pensar en nada. 
    ¿Qué pienso yo del mundo? 
    ¡Qué sé yo lo que pienso del mundo! 
    Si me enfermara pensaría en eso. 
    ¿Qué idea tengo yo de las cosas? 
    ¿Qué opinión tengo sobre las causas y los efectos? 
    ¿Qué es lo que he meditado sobre Dios y el alma 
    y sobre la creación del Mundo? 
    No sé. Para mí pensar en eso es cerrar los ojos 
    y no pensar. Es correr las cortinas 
    de mi ventana (pero no tiene cortinas). 
    ¿El misterio de las cosas? ¡Qué sé yo lo que es el misterio! 
    El único misterio es que haya alguien que piense en el misterio. 
    Quien está al sol y cierra los ojos, 
    comienza a no saber lo que es el sol 
    y a pensar muchas cosas llenas de calor. 
    Pero si abre los ojos y ve el sol, 
    y ya no puede pensar en nada, 
    es porque la luz del sol vale más que los pensamientos 
    de todos los filósofos y de todos los poetas. 
    La luz del sol no sabe lo que hace 
    y por eso no se equivoca y es común y buena. 
    ¿Metafísica? ¿Qué metafísica tienen aquellos árboles? 
    La de ser verdes y copudos y de tener ramas 
    y la de dar fruto en su hora, lo que no nos hace pensar, 
    a nosotros, que no sabemos entenderlos 
    ¿pero qué mejor metafísica que la de ellos 
    que es de no saber para qué viven 
    ni saber que no lo saben? 
    «Constitución íntima de las cosas»... 
    «Sentido íntimo del Universo»... 
    Todo esto es falso, todo esto no quiere decir nada. 
    Es increíble que se pueda pensar en cosas de ésas. 
    Es como pensar en razones y fines 
    cuando el comienzo de la mañana está rayando 
    y por los lados de los árboles 
    un vago oro lustroso va perdiendo la oscuridad. 
    Pensar en el sentido íntimo de las cosas 
    es, acrecentado, como pensar en la salud 
    o llevar un vaso al agua de las fuentes. 
    El único sentido íntimo de las cosas 
    es que ellas no tienen sentido íntimo ninguno. 
    No creo en Dios porque nunca lo vi. 
    Si Él quisiera que yo creyera en Él, 
    sin duda que vendría a hablar conmigo 
    y entraría adentro por mi puerta 
    diciéndome, ¡aquí estoy! 
    (esto es tal vez ridículo a los oídos 
    de quien, por no saber lo que es mirar las cosas, 
    no comprende a quien habla de ellas 
    con el modo de hablar que reparar en ellas enseña) 
    pero si Dios es las flores y los árboles 
    y los montes y sol y el rayo de luna. 
    Entonces creo en Él, 
    entonces creo en Él a toda hora, 
    y mi vida toda es una oración y una misa, 
    y una comunión con los ojos y por los oídos. 
    Pero si Dios es los árboles y las flores 
    y los montes y el rayo de luna y el sol, 
    ¿para qué le llamo Dios? 
    Le llamo flores y árboles y montes y sol y rayo de luna; 
    porque si Él se hizo, para que yo lo vea, 
    sol y rayo de luna y flores y árboles y montes, 
    si Él se me aparece como árboles y montes 
    y rayo de luna y sol y flores, 
    es que Él quiere que yo lo conozca 
    como árboles y montes y flores y rayo de luna y sol. 
    Y por eso yo lo obedezco 
    (¿qué más sé yo de Dios, que Dios de sí mismo?), 
    le obedezco viviendo, espontáneamente, 
    como quien abre los ojos y ve, 
    y le llamo rayo de luna y sol y flores y árboles y montes, 
    y lo amo sin pensar en Él 
    y lo pienso viendo y oyendo, 
    y ando con Él a toda hora.