Llueve en silencio, que esta lluvia es muda y no hace ruido sino con sosiego. El cielo duerme. Cuando el alma es viuda de algo que ignora, el sentimiento es ciego. Llueve. De mí (de este que soy) reniego...
Tan dulce es esta lluvia de escuchar (no parece de nubes) que parece que no es lluvia, mas sólo un susurrar que a sí mismo se olvida cuando crece. Llueve. Nada apetece...
No pasa el viento, cielo no hay que sienta. Llueve lejana e indistintamente, como una cosa cierta que nos mienta, como un deseo grande que nos miente. Llueve. Nada en mí siente...
En el tiempo en que festejaban el día de mi cumpleaños, yo era feliz y nadie había muerto. En la casa antigua, incluso mi cumpleaños era una tradición de siglos, y la alegría de todos, y la mía, estaba asegurada con una religión cualquiera.
No sé cuántas almas tengo a cada momento mudo. Continuamente me extraño. Nunca me vi ni encontré. De tanto ser, sólo tengo alma. Quien tiene alma no tiene calma. Quien ve es sólo lo que ve, quien siente no es quien es,
Esta vieja angustia, esta angustia que traigo hace siglos en mí, rebasó la vasija, en lágrimas, en grandes imaginaciones, en sueños al estilo de pesadilla sin terror, en grandes emociones súbitas sin sentido alguno. Rebasó.
Ven Noche antiquísima e idéntica, noche Reina nacida destronada, noche igual por dentro al silencio, Noche con estrellas, lentejuelas rápidas en tu vestido con franjas de infinito.
Un día, en un restaurante, fuera del espacio y del tiempo, me sirvieron el amor como callos fríos. Delicadamente dije al encargado de la cocina que los prefería calientes, que los callos (y eran a la manera de Oporto) nunca se comen fríos.