La música, sí, la música... Piano banal del piso de enfrente. La música en todo caso, la música... Aquello que viene a buscar el llanto inmanente de toda criatura humana. Aquello que viene a torturar la calma con el deseo de una calma mejor... La música... Un piano allí arriba con alguien que lo toca mal. Pero es música... ¡Ah, cuántas infancias tuve! ¿Cuántas buenas tristezas? La música... ¡Cuántas más buenas tristezas! Siempre la música... El pobre piano tocado por quien no sabe tocarlo. Pero, a pesar de todo, es música. Ah, ahí consiguió una nota continua —una melodía racional—. ¡Racional, Dios mío! ¡Como si alguna cosa fuera racional! ¿Qué nuevos paisajes en un piano mal tocado? ¡La música!... ¡La música...!
En el tiempo en que festejaban el día de mi cumpleaños, yo era feliz y nadie había muerto. En la casa antigua, incluso mi cumpleaños era una tradición de siglos, y la alegría de todos, y la mía, estaba asegurada con una religión cualquiera.
No sé cuántas almas tengo a cada momento mudo. Continuamente me extraño. Nunca me vi ni encontré. De tanto ser, sólo tengo alma. Quien tiene alma no tiene calma. Quien ve es sólo lo que ve, quien siente no es quien es,
Esta vieja angustia, esta angustia que traigo hace siglos en mí, rebasó la vasija, en lágrimas, en grandes imaginaciones, en sueños al estilo de pesadilla sin terror, en grandes emociones súbitas sin sentido alguno. Rebasó.
Ven Noche antiquísima e idéntica, noche Reina nacida destronada, noche igual por dentro al silencio, Noche con estrellas, lentejuelas rápidas en tu vestido con franjas de infinito.
Un día, en un restaurante, fuera del espacio y del tiempo, me sirvieron el amor como callos fríos. Delicadamente dije al encargado de la cocina que los prefería calientes, que los callos (y eran a la manera de Oporto) nunca se comen fríos.