Dijo que no. Y el Tiempo se quedó sin tiempo. Luego, la vida hizo una pausa y todo pareció recomponerse como esos acertijos infantiles en los que sólo falta una palabra, una palabra necesaria y rara. Pero dijo que no. Cerró los labios y escuchó el gorgoteo de las sílabas luchando por vivir a la intemperie. Dijo que no. Y el tiempo oyó el silencio. Luego, la vida hizo una pausa. Y todo fue distinto: el dolor fue más cauto, más sensato, la lujuria lloró en su madriguera. Y el tiempo inauguró sus máscaras: hubo un pequeño espanto en los rincones, temblaron los espejos agobiados defendiendo impotentes el azogue. Los pájaros callaron esa tarde y la luna brilló blanca y sin manchas. Ardió la noche como vieja tea con la absurda avaricia de la muerte, con su luto distante y pegajoso, y un rencor resabiado y carcomido descargó como lluvia en el desierto. Entonces, sólo entonces, oyó a su corazón ladrando y se volvió despacio a los espejos y los vio tiritar con mucho frío y pedir compasión desde su escarcha. Y no supo qué hacer con tanta desmesura: cerró los labios y escuchó al silencio.
Dijo que no. Y el Tiempo se quedó sin tiempo. Luego, la vida hizo una pausa y todo pareció recomponerse como esos acertijos infantiles en los que sólo falta una palabra, una palabra necesaria y rara.
No entiendes lo que dicen, mas te llega, te alcanza, te hiere, te trastorna. ¿O tal vez eres tú y tu terror? Huele mucho, huele por todas partes, es un olor dulzón y pegajoso, pero no sabes a qué huele.
Un mar, un mar es lo que necesito. Un mar y no otra cosa, no otra cosa. Lo demás es pequeño, insuficiente, pobre. Un mar, un mar es lo que necesito. No una montaña, un río, un cielo. No. Nada, nada, únicamente un mar. Tampoco quiero flores, manos,
Recuerdo que una vez, cuando era niña, me pareció que el mundo era un desierto. Los pájaros nos habían abandonado para siempre: las estrellas no tenían sentido, y el mar no estaba ya en su sitio,