Se oían voces y ruidos de vasos, y una música triste, derrumbada, una canción distinta, pero intensa. Todo se hallaba absurdamente detenido dentro de una burbuja de desdicha, de distancia sin aire, de muralla de hielo.
Y la niebla besaba largamente aquel rincón del mundo en que te hallabas, aquella esquina mísera y absurda desde la que mirabas hacia fuera, hacia un lugar inhóspito y aislado, un sitio que te rechazaba, donde tú no existías, donde nadie entendía tus palabras, un sitio en donde sólo se podía llorar, llorar como esa niebla que todo lo cubría.
Como una gasa vieja aquel opaco manto te ocultaba detrás de los cristales. Allí, lejos del sol y falta de tu idioma tu acorralada infancia descubrió el castigo del abandono. Cayó la noche sobre las aceras como un charco de tinta: apoyaste la frente en los cristales y lloraste despacio en español. Unos niños cantaban a lo lejos:
«Au clair de la lune mon ami Pierrot prête-moi ta plume pour écrire un mot».
Y con la pluma que ellos te prestaron has venido escribiendo sin reposo la palabra tristeza.
Dijo que no. Y el Tiempo se quedó sin tiempo. Luego, la vida hizo una pausa y todo pareció recomponerse como esos acertijos infantiles en los que sólo falta una palabra, una palabra necesaria y rara.
No entiendes lo que dicen, mas te llega, te alcanza, te hiere, te trastorna. ¿O tal vez eres tú y tu terror? Huele mucho, huele por todas partes, es un olor dulzón y pegajoso, pero no sabes a qué huele.
Un mar, un mar es lo que necesito. Un mar y no otra cosa, no otra cosa. Lo demás es pequeño, insuficiente, pobre. Un mar, un mar es lo que necesito. No una montaña, un río, un cielo. No. Nada, nada, únicamente un mar. Tampoco quiero flores, manos,
Recuerdo que una vez, cuando era niña, me pareció que el mundo era un desierto. Los pájaros nos habían abandonado para siempre: las estrellas no tenían sentido, y el mar no estaba ya en su sitio,