Creo que la amo. No hay nada parecido a la seguridad en el amor. Hay alas, hay vuelo, pero el imperio de la gravedad sigue a merced de la experiencia. Los errores pesan. Hasta que llega una luz, con su mirada nítida y me imagina. Entonces, derramo la voluntad por el tiempo que no estamos ella y yo, que no soy con ella todo lo que me gustaría ser, cerca, juntos, amasándonos la confianza a golpe de descaros y confidencias. Aún no conozco su nombre y tal vez la amo. No conozco su nombre verdadero. No sé cómo se refiere a sí misma, cómo late su aliento cuando no hay nadie, cuando la soledad es su única compañía. No sé si se encuentra cuando se busca frente al espejo, palpando las simetrías, las cicatrices abiertas, las incertidumbres del cuerpo. Su nombre desconocido, invisible, imposible. Tal vez sólo amo su sonrisa como batir de esperanza. O su piel como el color de mis amaneceres y ocasos. Su voz, como un himno definitivo. Creo que no la conozco y sin embargo, creo que la amo con la exuberancia del deseo y la quietud del infinito respeto; que no la amo todo lo que podría, todo cuanto me deja. Porque el amor es en su mayor parte previsión, preocupación, proyección de un futuro incandescente. Quizás por eso no estoy seguro y sólo creo, en lugar de amar enteramente, como se ama lo que no se tiene. Desenterrar la mirada cómplice que perteneció a otras dueñas de mi palabra, y volver a usarla como la única, la eterna, la intransferible. Creo que la amo y sin embargo la amo. Así son mis creencias. Mis creencias asimétricas. Porque mientras la amo, me desconcierta su amor por mi nombre desconocido, imposible. Porque yo me miro en otro espejo, y soy invisible. Creo que la amo porque un adiós no se cierra, no devuelve nunca la entrega ni las fuerzas ni la valentía. La amo, sin embargo, porque sólo pienso en y para ella. Porque si existe me aburre pensar en otra: otra mente, otro cuerpo, otra persona, otra. Otro que también soy yo. Creo que la amo. Porque me bastan sus manos para ser de viento y así mi forma sean las hojas que un día de tres otoños no es capaz de arrancar.
Casi sin darme cuenta, estoy empezando a rechazar moralmente a aquellos que consideran que el reloj marca las dos. En realidad, nunca son las dos. Los rechazo como seres inconscientes, aduladores de la banalidad y cíclicamente hipócritas, a conveniencia periódica.
Llueve a cántaros. 
La piel es como un cristal. 
Vida en cascada. 
Paisaje y compañía 
dispersos en la memoria. 
El rastro de las caricias sobre 
el vaho de lo inconfesable. 
Los hay que no pueden dejar de fumar, 
los hay alcohólicos y cada siete días, 
los hay adictos a la coca, a la heroína, 
a la próxima forma de evadir o alucinar. 
No preguntes por qué, pero me cuesta, me duele 
cerrar cualquier libro por su verdad final. 
Me exaspera la finitud sabida de cualquier gran historia, 
el veinte por ciento abierto o cerrado de par en par. 
A veces creo que he nacido para mirar al vértigo a los ojos. 
El ángel ya no me mira 
a los ojos a la cara. 
El ángel utiliza cola blanca 
para sus plumas gallináceas para vuelo. 
Ni es 
blanco, negro 
erróneo, eficaz 
propio, ajeno 
mudo, locuaz 
esfuerzo, recreo 
ciego, perspicaz 
pulcro, obsceno 
no es
el amor 
núcleo del ser, 
todo lo demás 
Ya sé lo que me pasa.
Hube de mutilar ciertas rutinas 
(ruinas) 
excavarme el torácico sueño 
(suelto) 
pero ya lo sé y no hay distancia 
que lo niegue. 
Ya sé qué soy. Y tantas otras. 
Somos diferentes.
La memoria está poblada 
a bocajarro. Como aquel 
vietnamita, como aquel 2 de mayo. 
Dos formas de enfrentarse, 
solicitar la certeza del terror: 
“¡No me mates!”, “¡Mátame!”; 
dos formas de despedirse, 
expulsar un ayer definitivo.