Ya le he dicho al pequeño jardinero que deje tranquilos los rosales. Él nada. Erre que erre.
Dice mi coach que le lea cuentos por la noche. Mal consejo. Para eso le pago. Le pago mal y tarde, para que no se confíe.
El color del kiwi me dan ganas de cagar. Reír provoca ligeras pérdidas de memoria. El muy cabrón dice que me quiere. Así da gusto. Todavía quedan píldoras bajo la alfombra. Así da gusto.
Me están diseñando una capa atmosférica. No me convence el ambiente familiar. La corbata no combina bien con el ajuar.
Quiere que le compre una mascota. Le pido que se conforme con el canguro. Un pez, quizás.
Le he dicho que de eso nada. No pienso cuidar de Nemo. Ya tenemos un tiburón en la bañera.
Creo que la amo. No hay nada parecido a la seguridad en el amor. Hay alas, hay vuelo, pero el imperio de la gravedad sigue a merced de la experiencia. Los errores pesan. Hasta que llega una luz, con su mirada nítida y me imagina.
A los hechos me remito ante la duda bajo llave cabe esperar con el rabo entre las piernas contra lo establecido de perdidos al río desde que nací en el brillo de tus ojos entre pasado y futuro hacia tu rostro hasta chocarme
“Disculpe señor ministro pero es usted un cabrón”.
La sala parecía estar de acuerdo, hasta el mismísimo presidente callaba a favor. “Lo es”, empezó a decir, “ministro esperanzador. Es usted sin duda un gran cabrón, si no el mejor”.
Ahora tienes que decirlo, bien alto y bien claro. Decirlo bien, nada de susurros de altavoz descabezado. Como tú sabes. Ya saben de lo que eres capaz cuando te escondes.
Al acertar es imposible escoger lo heredado, señalar el amor que nos viene encontrado. Cuántos dedos son, sin haberlos tocado, meses que el mar deshizo en naufragios.