Una ciudad habitada por tantos sujetos abiertos, a veces, omitidos a un párrafo.
La casa es una casa si se usa como casa. Si no, es un edificio, un desahucio, una estafa al arquitecto, al vendedor de cemento, al que coloca los ladrillos. Un museo sin importancia.
Yo no es el espejo de yo mismo. Tú siempre serás distancia. Él, irremediablemente ajeno. Nosotros, el refugio. Vosotros, vecindad del enemigo. Ellos, mafia inagotable.
La frontera son alambres de miedo filtrando el acento de quien no es mesurable por los números de su atuendo.
Yo: soy un hermano del término. Innecesario se dice. Se define a un extremo del significado. Yo como metáfora del margen.
Amor: centro de mi vocabulario, Sol de mi sistema sintáctico, ortografía de mis labios.
Contigo, poeta es más sinónimo, yo significo espejo.
No preguntes por qué, pero me cuesta, me duele cerrar cualquier libro por su verdad final. Me exaspera la finitud sabida de cualquier gran historia, el veinte por ciento abierto o cerrado de par en par. A veces creo que he nacido para mirar al vértigo a los ojos.
Los hay que no pueden dejar de fumar, los hay alcohólicos y cada siete días, los hay adictos a la coca, a la heroína, a la próxima forma de evadir o alucinar.
Casi sin darme cuenta, estoy empezando a rechazar moralmente a aquellos que consideran que el reloj marca las dos. En realidad, nunca son las dos. Los rechazo como seres inconscientes, aduladores de la banalidad y cíclicamente hipócritas, a conveniencia periódica.
La memoria está poblada a bocajarro. Como aquel vietnamita, como aquel 2 de mayo. Dos formas de enfrentarse, solicitar la certeza del terror: “¡No me mates!”, “¡Mátame!”; dos formas de despedirse, expulsar un ayer definitivo.
Hay quienes cobran la baja mientras trabajan, y quienes trabajan pero nunca cobrarán paro. Hay quienes se dan de alta y no trabajan y quienes son pobres y/o trabajan y/o como esclavos y/o sin contrato.