No me gusta esa casa. Hace un tiempo dejó de existir, sin embargo sigue ahí delante.
Alguien ha tapado con pintura fresca las escamas despegadas por el sol y rellenado los huecos del viento en la madera crujiente. El tejado pesa más cada más mordiscos traen los días a la desaparición.
Mucho antes me gustaba. Pulsar el timbre y correr perseguido de esa extraña satisfacción. Conocerte. Jugar a jugar y no pensar sino en
verte.
Vernos más tarde.
Ahora la odio casi tanto, ojalá existiese. Hace un tiempo que no existe la casa ni nuestro mundo. Existe la memoria que devuelve pasos entre gigantes, caricias y antes rubores con remite.
La edad nos crece y fuimos poco más que juguetes aprendiendo a repararse.
El amor se va sin despedirse. Y si lo hace, indebidamente.
Queda su rastro para siempre acartonado en el jardín: “Se vende”.
No preguntes por qué, pero me cuesta, me duele cerrar cualquier libro por su verdad final. Me exaspera la finitud sabida de cualquier gran historia, el veinte por ciento abierto o cerrado de par en par. A veces creo que he nacido para mirar al vértigo a los ojos.
Los hay que no pueden dejar de fumar, los hay alcohólicos y cada siete días, los hay adictos a la coca, a la heroína, a la próxima forma de evadir o alucinar.
Casi sin darme cuenta, estoy empezando a rechazar moralmente a aquellos que consideran que el reloj marca las dos. En realidad, nunca son las dos. Los rechazo como seres inconscientes, aduladores de la banalidad y cíclicamente hipócritas, a conveniencia periódica.
La memoria está poblada a bocajarro. Como aquel vietnamita, como aquel 2 de mayo. Dos formas de enfrentarse, solicitar la certeza del terror: “¡No me mates!”, “¡Mátame!”; dos formas de despedirse, expulsar un ayer definitivo.
Hay quienes cobran la baja mientras trabajan, y quienes trabajan pero nunca cobrarán paro. Hay quienes se dan de alta y no trabajan y quienes son pobres y/o trabajan y/o como esclavos y/o sin contrato.