Al acertar es imposible escoger lo heredado, señalar el amor que nos viene encontrado. Cuántos dedos son, sin haberlos tocado, meses que el mar deshizo en naufragios.
Cinco espigas hornadas al verano, agitadas al viento y flotando, quedando y migrando al sur de los delicados años en boga destreza de estados.
Es tú, tacto tan similar y adverso, tan certero y contrario. Sólo tú, los lados anversos de esta piel de cambiantes abstractos.
Es esa mano alzada dibujando a futuros en este teatro de recorridos palmados. Siamesa suavidad de esfera que no aflige y adora los pasos hacia lo ajeno y cercano.
No estamos ofrenda ni premio. Son las manos, éstas, tan así, las solas saben cómo cercarnos.
Casi sin darme cuenta, estoy empezando a rechazar moralmente a aquellos que consideran que el reloj marca las dos. En realidad, nunca son las dos. Los rechazo como seres inconscientes, aduladores de la banalidad y cíclicamente hipócritas, a conveniencia periódica.
No preguntes por qué, pero me cuesta, me duele cerrar cualquier libro por su verdad final. Me exaspera la finitud sabida de cualquier gran historia, el veinte por ciento abierto o cerrado de par en par. A veces creo que he nacido para mirar al vértigo a los ojos.
Los hay que no pueden dejar de fumar, los hay alcohólicos y cada siete días, los hay adictos a la coca, a la heroína, a la próxima forma de evadir o alucinar.
La memoria está poblada a bocajarro. Como aquel vietnamita, como aquel 2 de mayo. Dos formas de enfrentarse, solicitar la certeza del terror: “¡No me mates!”, “¡Mátame!”; dos formas de despedirse, expulsar un ayer definitivo.