Ayer queda tan lejos como su sombra, como cualquier sombra pasada de luz intocable.
Este miedo constante mantiene alerta la carne, de puntillas la inocencia tras la mirilla del horizonte. Ahora es tarde.
Amor. Son los ríos cuando llegan al mar como afluentes subterráneos.
El aire nos despega los años del cuerpo, ancla los pasos al fondo, hace de velcro los terráqueos inviernos cuando cualquier suave brisa no es suficiente.
Los perfiles del viento mecen las hojas al tacto de su sombra y las eleva las conserva intactas las sombras eternas, del limonero ausente.
No preguntes por qué, pero me cuesta, me duele cerrar cualquier libro por su verdad final. Me exaspera la finitud sabida de cualquier gran historia, el veinte por ciento abierto o cerrado de par en par. A veces creo que he nacido para mirar al vértigo a los ojos.
Los hay que no pueden dejar de fumar, los hay alcohólicos y cada siete días, los hay adictos a la coca, a la heroína, a la próxima forma de evadir o alucinar.
Casi sin darme cuenta, estoy empezando a rechazar moralmente a aquellos que consideran que el reloj marca las dos. En realidad, nunca son las dos. Los rechazo como seres inconscientes, aduladores de la banalidad y cíclicamente hipócritas, a conveniencia periódica.
La memoria está poblada a bocajarro. Como aquel vietnamita, como aquel 2 de mayo. Dos formas de enfrentarse, solicitar la certeza del terror: “¡No me mates!”, “¡Mátame!”; dos formas de despedirse, expulsar un ayer definitivo.
Hay quienes cobran la baja mientras trabajan, y quienes trabajan pero nunca cobrarán paro. Hay quienes se dan de alta y no trabajan y quienes son pobres y/o trabajan y/o como esclavos y/o sin contrato.