Oda a la flor de Gnido, de Garcilaso de la Vega | Poema

    Poema en español
    Oda a la flor de Gnido

    tanto pudiese el son que en un momento 
    aplacase la ira 
    del animoso viento 
    y la furia del mar y el movimiento, 

    y en ásperas montañas 
    con el süave canto enterneciese 
    las fieras alimañas, 
    los árboles moviese 
    y al son confusamente los trujiese: 

    no pienses que cantado 
    seria de mí, hermosa flor de Gnido, 
    el fiero Marte airado, 
    a muerte convertido, 
    de polvo y sangre y de sudor teñido, 

    ni aquellos capitanes 
    en las sublimes ruedas colocados, 
    por quien los alemanes, 
    el fiero cuello atados, 
    y los franceses van domesticados; 
    mas solamente aquella 
    fuerza de tu beldad seria cantada, 
    y alguna vez con ella 
    también seria notada 
    el aspereza de que estás armada, 

    y cómo por ti sola 
    y por tu gran valor y hermosura, 
    convertido en vïola, 
    llora su desventura 
    el miserable amante en tu figura. 

    Hablo d’aquel cativo 
    de quien tener se debe más cuidado, 
    que ’stá muriendo vivo, 
    al remo condenado, 
    en la concha de Venus amarrado. 

    Por ti, como solía, 
    del áspero caballo no corrige 
    la furia y gallardía, 
    ni con freno la rige, 
    ni con vivas espuelas ya l’aflige; 

    por ti con diestra mano 
    no revuelve la espada presurosa, 
    y en el dudoso llano 
    huye la polvorosa 
    palestra como sierpe ponzoñosa; 

    por ti su blanda musa, 
    en lugar de la cítera sonante, 
    tristes querellas usa 
    que con llanto abundante 
    hacen bañar el rostro del amante; 

    por ti el mayor amigo 
    l’es importuno, grave y enojoso: 
    yo puedo ser testigo, 
    que ya del peligroso 
    naufragio fui su puerto y su reposo, 

    y agora en tal manera 
    vence el dolor a la razón perdida 
    que ponzoñosa fiera 
    nunca fue aborrecida 
    tanto como yo dél, ni tan temida. 

    No fuiste tú engendrada 
    ni producida de la dura tierra; 
    no debe ser notada 
    que ingratamente yerra 
    quien todo el otro error de sí destierra. 

    Hágate temerosa 
    el caso de Anajárete, y cobarde, 
    que de ser desdeñosa 
    se arrepentió muy tarde, 
    y así su alma con su mármol arde. 

    Estábase alegrando 
    del mal ajeno el pecho empedernido 
    cuando, abajo mirando, 
    el cuerpo muerto vido 
    del miserable amante allí tendido, 

    y al cuello el lazo atado 
    con que desenlazó de la cadena 
    el corazón cuitado, 
    y con su breve pena 
    compró la eterna punición ajena. 

    Sentió allí convertirse 
    en piedad amorosa el aspereza. 
    ¡Oh tarde arrepentirse! 
    ¡Oh última terneza! 
    ¿Cómo te sucedió mayor dureza? 

    Los ojos s’enclavaron 
    en el tendido cuerpo que allí vieron; 
    los huesos se tornaron 
    más duros y crecieron 
    y en sí toda la carne convertieron; 

    las entrañas heladas 
    tornaron poco a poco en piedra dura; 
    por las venas cuitadas 
    la sangre su figura 
    iba desconociendo y su natura, 

    hasta que finalmente, 
    en duro mármol vuelta y transformada, 
    hizo de sí la gente 
    no tan maravillada 
    cuanto de aquella ingratitud vengada. 

    No quieras tú, señora, 
    de Némesis airada las saetas 
    probar, por Dios, agora; 
    baste que tus perfetas 
    obras y hermosura a los poetas 

    den inmortal materia, 
    sin que también en verso lamentable 
    celebren la miseria 
    d’algún caso notable 
    que por ti pase, triste, miserable.