Égloga I, de Garcilaso de la Vega | Poema

    Poema en español
    Égloga I

    Al virrey de Nápoles
      
    Personas: SALICIO, NEMOROSO 

    El dulce lamentar de dos pastores, 
    Salicio juntamente y Nemoroso, 
    he de cantar, sus quejas imitando; 
    cuyas ovejas al cantar sabroso 
    estaban muy atentas, los amores, 
    de pacer olvidadas, escuchando. 
    Tú, que ganaste obrando 
    un nombre en todo el mundo 
    y un grado sin segundo, 
    agora estés atento sólo y dado 
    al ínclito gobierno del estado 
    albano, agora vuelto a la otra parte, 
    resplandeciente, armado, 
    representando en tierra el fiero Marte; 

    agora, de cuidados enojosos 
    y de negocios libre, por ventura 
    andes a caza, el monte fatigando 
    en ardiente ginete que apresura 
    el curso tras los ciervos temerosos, 
    que en vano su morir van dilatando: 
    espera, que en tornando 
    a ser restitüido 
    al ocio ya perdido, 
    luego verás ejercitar mi pluma 
    por la infinita, innumerable suma 
    de tus virtudes y famosas obras, 
    antes que me consuma, 
    faltando a ti, que a todo el mundo sobras. 

    En tanto que este tiempo que adevino 
    viene a sacarme de la deuda un día 
    que se debe a tu fama y a tu gloria 
    (qu’es deuda general, no sólo mía, 
    mas de cualquier ingenio peregrino 
    que celebra lo digno de memoria), 
    el árbol de victoria 
    que ciñe estrechamente 
    tu gloriosa frente 
    dé lugar a la hiedra que se planta 
    debajo de tu sombra y se levanta 
    poco a poco, arrimada a tus loores; 
    y en cuanto esto se canta, 
    escucha tú el cantar de mis pastores. 

    Saliendo de las ondas encendido, 
    rayaba de los montes el altura 
    el sol, cuando Salicio, recostado 
    al pie d’una alta haya, en la verdura 
    por donde una agua clara con sonido 
    atravesaba el fresco y verde prado, 
    él, con canto acordado 
    al rumor que sonaba 
    del agua que pasaba, 
    se quejaba tan dulce y blandamente 
    como si no estuviera de allí ausente 
    la que de su dolor culpa tenía, 
    y así como presente, 
    razonando con ella, le decía: 

    SALICIO 

    ¡Oh más dura que mármol a mis quejas 
    y al encendido fuego en que me quemo 
    más helada que nieve, Galatea! 
    Estoy muriendo, y aun la vida temo; 
    témola con razón, pues tú me dejas, 
    que no hay sin ti el vivir para qué sea. 
    Vergüenza he que me vea 
    ninguno en tal estado, 
    de ti desamparado, 
    y de mí mismo yo me corro agora. 
    ¿D’un alma te desdeñas ser señora 
    donde siempre moraste, no pudiendo 
    della salir un hora? 
    Salid sin duelo, lágrimas, corriendo. 

    El sol tiende los rayos de su lumbre 
    por montes y por valles, despertando 
    las aves y animales y la gente: 
    cuál por el aire claro va volando, 
    cuál por el verde valle o alta cumbre 
    paciendo va segura y libremente, 
    cuál con el sol presente 
    va de nuevo al oficio 
    y al usado ejercicio 
    do su natura o menester l’inclina; 
    siempre está en llanto esta ánima mezquina, 
    cuando la sombra el mundo va cubriendo, 
    o la luz se avecina. 
    Salid sin duelo, lágrimas, corriendo. 

    Y tú, desta mi vida ya olvidada, 
    sin mostrar un pequeño sentimiento 
    de que por ti Salicio triste muera, 
    dejas llevar, desconocida, al viento 
    el amor y la fe que ser guardada 
    eternamente solo a mi debiera. 
    ¡Oh Dios!, ¿por qué siquiera, 
    pues ves desde tu altura 
    esta falsa perjura 
    causar la muerte d’un estrecho amigo, 
    no recibe del cielo algún castigo? 
    Si en pago del amor yo estoy muriendo, 
    ¿qué hará el enemigo? 
    Salid sin duelo, lágrimas, corriendo. 

    Por ti el silencio de la selva umbrosa, 
    por ti la esquividad y apartamiento 
    del solitario monte m’agradaba; 
    por ti la verde hierba, el fresco viento, 
    el blanco lirio y colorada rosa 
    y dulce primavera deseaba. 
    ¡Ay, cuánto m’engañaba! 
    ¡Ay, cuán diferente era 
    y cuán d´otra manera 
    lo que en tu falso pecho se escondía! 
    Bien claro con su voz me lo decía 
    la siniestra corneja, repitiendo 
    la desventura mía. 
    Salid sin duelo, lágrimas, corriendo. 

    Cuántas veces, durmiendo en la floresta, 
    reputándolo yo por desvarío, 
    vi mi mal entre sueños, desdichado! 
    Soñaba que en el tiempo del estío 
    llevaba, por pasar allí la siesta, 
    a abrevar en el Tajo mi ganado; 
    y después de llegado, 
    sin saber de cuál arte, 
    por desusada parte 
    y por nuevo camino el agua s’iba; 
    ardiendo yo con la calor estiva, 
    el curso enajenado iba siguiendo 
    del agua fugitiva. 
    Salid sin duelo, lágrimas, corriendo. 

    Tu dulce habla ¿en cúya oreja suena? 
    Tus claros ojos ¿a quién los volviste? 
    ¿Por quién tan sin respeto me trocaste? 
    Tu quebrantada fe ¿dó la pusiste? 
    ¿Cuál es el cuello que como en cadena 
    de tus hermosos brazos añudaste? 
    No hay corazón que baste, 
    aunque fuese de piedra, 
    viendo mi amada hiedra 
    de mí arrancada, en otro muro asida, 
    y mi parra en otro olmo entretejida, 
    que no s’esté con llanto deshaciendo 
    hasta acabar la vida. 
    Salid sin duelo, lágrimas, corriendo. 

    ¿Qué no s’esperará d’aquí adelante, 
    por difícil que sea y por incierto, 
    o qué discordia no será juntada? 
    Y juntamente ¿qué terná por cierto, 
    o qué de hoy más no temerá el amante, 
    siendo a todo materia por ti dada? 
    Cuando tú enajenada 
    de mi cuidado fuiste, 
    notable causa diste, 
    y ejemplo a todos cuantos cubre’l cielo, 
    que’l más seguro tema con recelo 
    perder lo que estuviere poseyendo. 
    Salid fuera sin duelo, 
    salid sin duelo, lágrimas, corriendo. 

    Materia diste al mundo d’espcranza 
    d’alcanzar lo imposible y no pensado 
    y de hacer juntar lo diferente, 
    dando a quien diste el corazón malvado, 
    quitándolo de mí con tal mudanza 
    que siempre sonará de gente en gente. 
    La cordera paciente 
    con el lobo hambriento 
    hará su ajuntamiento, 
    y con las simples aves sin rüido 
    harán las bravas sierpes ya su nido, 
    que mayor diferencia comprehendo 
    de ti al que has escogido. 
    Salid sin duelo, lágrimas, corriendo. 

    Siempre dc nueva leche en el verano 
    y en el invierno abundo; en mi majada 
    la manteca y el queso está sobrado. 
    De mi cantar, pues, yo te via agradada 
    tanto que no pudiera el mantüano 
    Títero ser de ti más alabado. 
    No soy, pues, bien mirado, 
    tan disforme ni feo, 
    que aun agora me veo 
    en esta agua que corre clara y pura, 
    y cierto no trocara mi figura 
    con ese que de mi s’está reyendo; 
    ¡trocara mi ventura! 
    Salid sin duelo, lágrimas, corriendo. 

    ¿Cómo te vine en tanto menosprecio? 
    ¿Cómo te fui tan presto aborrecible? 
    ¿Cómo te faltó en mí el conocimiento? 
    Si no tuvieras condición terrible, 
    siempre fuera tenido de ti en precio 
    y no viera este triste apartamiento. 
    ¿No sabes que sin cuento 
    buscan en el estío 
    mis ovejas el frío 
    de la sierra de Cuenca, y el gobierno 
    del abrigado Estremo en el invierno? 
    Mas ¡qué vale el tener, si derritiendo 
    m’estoy en llanto eterno! 
    Salid sin duelo, lágrimas, corriendo. 

    Con mi llorar las piedras enternecen 
    su natural dureza y la quebrantan; 
    los árboles parece que s’inclinan; 
    las aves que m’escuchan, cuando cantan, 
    con diferente voz se condolecen 
    y mi morir cantando m’adevinan; 
    las fieras que reclinan 
    su cuerpo fatigado 
    dejan el sosegado 
    sueño por escuchar mi llanto triste: 
    tú sola contra mí t’endureciste, 
    los ojos aun siquiera no volviendo 
    a los que tú hiciste 
    salir, sin duelo, lágrimas corriendo. 

    Mas ya que a socorrerme aquí no vienes, 
    no dejes el lugar que tanto amaste, 
    que bien podrás venir de mí segura. 
    Yo dejaré el lugar do me dejaste; 
    ven si por solo aquesto te detienes. 
    Ves aquí un prado lleno de verdura, 
    ves aquí un’ espesura, 
    ves aquí un agua clara, 
    en otro tiempo cara, 
    a quien de ti con lágrimas me quejo; 
    quizá aquí hallarás, pues yo m’alejo, 
    al que todo mi bien quitar me puede, 
    que pues el bien le dejo, 
    no es mucho que’l lugar también le quede. 

    Aquí dio fin a su cantar Salicio, 
    y sospirando en el postrero acento, 
    soltó de llanto una profunda vena; 
    queriendo el monte al grave sentimiento 
    d’aquel dolor en algo ser propicio, 
    con la pesada voz retumba y suena; 
    la blanda Filomena, 
    casi como dolida 
    y a compasión movida, 
    dulcemente responde al son lloroso. 
    Lo que cantó tras esto Nemoroso, 
    decildo vos, Pïérides, que tanto 
    no puedo yo ni oso, 
    que siento enflaquecer mi débil canto. 

    NEMOROSO 

    Corrientes aguas puras, cristalinas, 
    árboles que os estáis mirando en ellas, 
    verde prado de fresca sombra lleno, 
    aves que aquí sembráis vuestras querellas, 
    hiedra que por los árboles caminas, 
    torciendo el paso por su verde seno: 
    yo me vi tan ajeno 
    del grave mal que siento 
    que de puro contento 
    con vuestra soledad me recreaba, 
    donde con dulce sueño reposaba, 
    o con el pensamiento discurría 
    por donde no hallaba 
    sino memorias llenas d’alegría; 

    y en este mismo valle, donde agora 
    me entristezco y me canso en el reposo, 
    estuve ya contento y descansado. 
    ¡ Oh bien caduco, vano y presuroso! 
    Acuérdome, durmiendo aquí algún hora, 
    que, despertando, a Elisa vi a mi lado. 
    ¡Oh miserable hado! 
    ¡Oh tela delicada, 
    antes de tiempo dada 
    a los agudos filos de la muerte! 
    Más convenible fuera aquesta suerte 
    a los cansados años de mi vida, 
    que’s más que’l hierro fuerte, 
    pues no la ha quebrantado tu partida. 

    ¿Dó están agora aquellos claros ojos 
    que llevaban tras sí, como colgada, 
    mi alma, doquier que ellos se volvían? 
    ¿Dó está la blanca mano delicada, 
    llena de vencimientos y despojos 
    que de mí mis sentidos l’ofrecían? 
    Los cabellos que vían 
    con gran desprecio al oro 
    como a menor tesoro 
    ¿adónde están, adónde el blanco pecho? 
    ¿Dó la columna que’l dorado techo 
    con proporción graciosa sostenía? 
    Aquesto todo agora ya s’encierra, 
    por desventura mía, 
    en la escura, desierta y dura tierra. 

    ¿Quién me dijera, Elisa, vida mía, 
    cuando en aqueste valle al fresco viento 
    andábamos cogiendo tiernas flores, 
    que habia de ver, con largo apartamiento, 
    venir el triste y solitario día 
    que diese amargo fin a mis amores? 
    El cielo en mis dolores 
    cargó la mano tanto 
    que a sempiterno llanto 
    y a triste soledad me ha condenado; 
    y lo que siento más es verme atado 
    a la pesada vida y enojosa, 
    solo, desamparado, 
    ciego, sin lumbre en cárcel tenebrosa. 

    Después que nos dejaste, nunca pace 
    en hartura el ganado ya, ni acude 
    el campo al labrador con mano llena; 
    no hay bien que’n mal no se convierta y mude. 
    La mala hierba al trigo ahoga, y nace 
    en lugar suyo la infelice avena; 
    la tierra, que de buena 
    gana nos producía 
    flores con que solía 
    quitar en solo vellas mil enojos, 
    produce agora en cambio estos abrojos, 
    ya de rigor d’espinas intratable. 
    Yo hago con mis ojos 
    crecer, lloviendo, el fruto miserable. 

    Como al partir del sol la sombra crece, 
    y en cayendo su rayo, se levanta 
    la negra escuridad que’l mundo cubre, 
    de do viene el temor que nos espanta 
    y la medrosa forma en que s’ofrece 
    aquella que la noche nos encubre 
    hasta que’l sol descubre 
    su luz pura y hermosa: 
    tal es la tenebrosa 
    noche de tu partir en que he quedado 
    de sombra y de temor atormentado, 
    hasta que muerte el tiempo determine 
    que a ver el deseado 
    sol de tu clara vista m’encamine. 

    Cual suele el ruiseñor con triste canto 
    quejarse, entre las hojas escondido, 
    del duro labrador que cautamente 
    le despojó su caro y dulce nido 
    de los tiernos hijuelos entretanto 
    que del amado ramo estaba ausente, 
    y aquel dolor que siente, 
    con diferencia tanta 
    por la dulce garganta 
    despide que a su canto el aire suena, 
    y la callada noche no refrena 
    su lamentable oficio y sus querellas, 
    trayendo de su pena 
    el cielo por testigo y las estrellas: 

    desta manera suelto yo la rienda 
    a mi dolor y ansí me quejo en vano 
    de la dureza de la muerte airada; 
    ella en mi corazón metió la mano 
    y d’allí me llevó mi dulce prenda, 
    que aquél era su nido y su morada. 
    ¡Ay, muerte arrebatada, 
    por ti m’estoy quejando 
    al cielo y enojando 
    con importuno llanto al mundo todo! 
    El desigual dolor no sufre modo; 
    no me podrán quitar el dolorido 
    sentir si ya del todo 
    primero no me quitan el sentido. 

    Tengo una parte aquí de tus cabellos, 
    Elisa, envueltos en un blanco paño, 
    que nunca de mi seno se m’apartan; 
    descójolos, y de un dolor tamaño 
    enternecer me siento que sobre ellos 
    nunca mis ojos de llorar se hartan. 
    Sin que d’allí se partan, 
    con sospiros callientes, 
    más que la llama ardientes, 
    los enjugo del llanto, y de consuno 
    casi los paso y cuento uno a uno; 
    juntándolos, con un cordón los ato. 
    Tras esto el importuno 
    dolor me deja descansar un rato. 

    Mas luego a la memoria se m’ofrece 
    aquella noche tenebrosa, escura, 
    que siempre aflige esta anima mezquina 
    con la memoria de mi desventura: 
    verte presente agora me parece 
    en aquel duro trance de Lucina; 
    y aquella voz divina, 
    con cuyo son y acentos 
    a los airados vientos 
    pudieran amansar, que agora es muda, 
    me parece que oigo, que a la cruda, 
    inexorable diosa demandabas 
    en aquel paso ayuda; 
    y tú, rústica diosa, ¿dónde estabas? 

    ¿Íbate tanto en perseguir las fieras? 
    ¿Íbate tanto en un pastor dormido? 
    ¿Cosa pudo bastar a tal crüeza 
    que, comovida a compasión, oído 
    a los votos y lágrimas no dieras, 
    por no ver hecha tierra tal belleza, 
    o no ver la tristeza 
    en que tu Nemoroso 
    queda, que su reposo 
    era seguir tu oficio, persiguiendo 
    las fieras por los montes y ofreciendo 
    a tus sagradas aras los despojos? 
    ¡Y tú, ingrata, riendo 
    dejas morir mi bien ante mis ojos! 

    Divina Elisa, pues agora el cielo 
    con inmortales pies pisas y mides, 
    y su mudanza ves, estando queda, 
    ¿por qué de mí te olvidas y no pides 
    que se apresure el tiempo en que este velo 
    rompa del cuerpo y yerme libre pueda, 
    y en la tercera rueda, 
    contigo mano a mano, 
    busquemos otro llano, 
    busquemos otros montes y otros ríos, 
    otros valles floridos y sombríos 
    donde descanse y siempre pueda verte 
    ante los ojos míos, 
    sin miedo y sobresalto de perderte? 

    Nunca pusieran fin al triste lloro 
    los pastores, ni fueran acabadas 
    las canciones que solo el monte oía, 
    si mirando las nubes coloradas, 
    al tramontar del sol bordadas d’oro, 
    no vieran que era ya pasado el día; 
    la sombra se veía 
    venir corriendo apriesa 
    ya por la falda espesa 
    del altísimo monte, y recordando 
    ambos como de sueño, y acabando 
    el fugitivo sol, de luz escaso, 
    su ganado llevando, 
    se fueron recogiendo paso a paso.