Los inmortales, de Hermann Hesse | Poema

    Poema en español
    Los inmortales

    Hasta nosotros sube de los confines del mundo, 
    el anhelo febril de la vida; 
    con el lujo la miseria confundida, 
    vaho sangriento de mil fúnebres festines; 
    espasmos de deleite, afanes, espantos, 
    manos de criminales, de usureros, de santos. 

    La humanidad con sus ansias y temores, 
    a la vez que sus cálidos y pútridos olores, 
    transpira santidades y pasiones groseras, 
    se devora ella misma y devuelve después lo tragado, 
    incuba nobles artes y bélicas quimeras, 
    y adorna de ilusión la casa en llamas del pecado; 
    se retuerce y consume y degrada, 
    en los goces de feria de su mundo infantil, 
    a todos les resurge radiante y renovada, 
    y al final se les trueca en polvo vil. 

    Nosotros, en cambio, 
    vivimos las frías mansiones del éter cuajado de mil claridades; 
    sin horas ni días, sin sexos ni edades. 
    Y vuestros pecados y vuestras pasiones 
    y hasta vuestros crímenes nos son distracciones, 
    igual que el desfile de tantas estrellas por el firmamento. 

    Infinito y único es para nosotros el menor momento, 
    viendo silenciosos vuestras pobres vidas inquietas, 
    mirando en silencio girar los planetas, 
    gozamos del gélido invierno espacial. 
    Al dragón celeste nos une amistad perdurable; 
    es nuestra existencia serena inmutable, 
    nuestra eterna risa, serena y astral.

    Hermann Hesse (Calw, Alemania, 1877 – Montagnola, Suiza, 1962), novelista y poeta, fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura de 1946. Su obra es una de las más traducidas y laureadas de la literatura alemana, especialmente popular entre el público joven. Las obras de Hesse están repletas de referencias a los temas que más le preocupaban: la dualidad del hombre, y la permanente división entre la espiritualidad y la expresión de su naturaleza. Entre sus obras emblemáticas se encuentran Siddhartha (1922) y El lobo estepario (1927). 

    • En ocasiones solemos coger la pluma 
      y escribimos sobre una hoja en blanco, 
      signos que dicen esto y aquello: todos los conocen, 
      es un juego que tiene sus reglas. 
      Si viniera, en cambio, algún salvaje o loco, 
      y, curioso observador, acercase sus ojos a 

    • Por la verde ronda de hojas ya se asoma 
      con temor infantil, y apenas mirar osa; 
      siente las ondas de luz que la cobijan, 
      y el azul incomprensible del cielo y del Verano. 
      Luz, viento y mariposas la cortejan; abre, 
      con la primera sonrisa, su ansioso corazón 

    • Para mí, el solitario, sólo para mí 
      brillan las innumerables estrellas de la noche, 
      la fuente de piedra susurra su mágica canción, 
      y sólo para mí, para mí, el solitario, 
      surcan las sombras coloreadas 
      igual que nubes que deambulasen como sueño sobre el paisaje. 

    • De noche lentamente 
      andan por el campo las parejas, 
      las mujeres sueltan su pelo, 
      cuenta su dinero el comerciante, 
      los ciudadanos leen con temor las novedades 
      en el diario de la tarde, 
      niños con los pequeños puños cerrados