Has ganado la punta de maldad que necesitan los buenos para ser auténticamente buenos.
Has ganado la pizca de obscenidad que necesitan las mujeres para ser auténticamente misericordiosas.
Has ganado la docena de escaleras, recámaras y dobles fondos que necesitan los cerebros para ser auténticamente imaginativos y precisos.
Has ganado un par de kilos, pero te sientan como a una diosa anterior a la era de las liposucciones.
El cambio, de un día a otro, es infinitesimal. Pero los días se van endeudando con semanas, las semanas imponen normas a los meses, los meses profieren rigurosas últimas advertencias contra los años, imperceptiblemente y sin claudicaciones
han pasado cuatro años y eres otra -la misma, claro, y otra-, la metamorfosis se ha cumplido.
Cuando te introduces en la cama a las seis de la mañana después de haber trabajado toda la noche y quieres hacer el amor
desearía matarte desde luego, pero deseo mucho más
aunque me halle confuso como pez arrojado a la luz desde lo más hondo del sueño submarino
hasta en tus pliegues más blancos y secretos follarte, amiga dulcísima, mientras va amaneciendo a trompicones en este barrio de cristianos bemeuves y glaciales céspedes ingleses que no hemos elegido y del que esperamos poder escapar pronto.
Has esquivado la baba de la muerte prendida a un hilo de risa y de miedo deslumbrante,
te has ganado la vida los días en que la vida era tormento y también aquellos en que era juego,
estás aquí, intacta y recreada, inconcebible e inconfundible, espejeante en la fuerza algebraica del deseo, en el exacto esplendor de la metamorfosis.
¡Pero qué guapas sois las chicas morenas con los ojos claros!
Eres mi mujer y estoy tan orgulloso que tenía que escribir este mensaje para hacértelo llegar, fax mediante, el 17 de diciembre de 1994.