Acércate al oído y te diré adiós. Gracias porque te conocí, porque acompañaste un inmenso minuto de la existencia. Todo se me olvidaré en poco tiempo.
Nunca hubo nada y lo que fue nada tiene por tumba el espacio infinito de la nada. Pero no todo es nada, siempre queda algo. Quedarán unas horas, una ciudad, el brillo cada vez más lejano de este mal tiempo.
Acércate y al oído te diré adiós. Me voy pero me llevo estas horas.
La manada de perros sigue a la perra por las calles inhabitables de México. Perros muy sucios, cojitrancos y tuertos, malheridos y cubiertos de llagas supurantes. Condenados a muerte y por lo pronto al hambre y la errancia. Algunos cargan
«La sangre derramada clama venganza». Y la venganza no puede engendrar sino más sangre derramada ¿Quién soy: el guarda de mi hermano o aquel a quien adiestraron para aceptar la muerte de los demás, no la propia muerte?
El mar que bulle en el calor de la noche, el mar bituminoso que lleva adentro su cólera, el mar sepulcro de las letrinas del puerto, nunca mereció ser este charco que huele a ciénaga, a hierros oxidados, a petróleo y a mierda,
Danza sobre las olas, vuelo flotante, ductilidad, perfección, acorde absoluto con el ritmo de las mareas, la insondable música que nace allá en el fondo y es retenida en el santuario de las caracolas.