En el último río de la ciudad, por error o incongruencia fantasmagórica, vi de repente un pez casi muerto. Boqueaba envenenado por el agua inmunda, letal como el aire nuestro. Qué frenesí el de sus labios redondos, el cero móvil de su boca. Tal vez la nada o la palabra inexpresable, la última voz de la naturaleza en el valle. Para él no había salvación sino escoger entre dos formas de asfixia. Y no me deja en paz la doble agonía, el suplicio del agua y su habitante. Su mirada doliente en mí, su voluntad de ser escuchado, su irrevocable sentencia. Nunca sabré lo que intentaba decirme el pez sin voz que sólo hablaba el idioma omnipotente de nuestra madre la muerte.
La manada de perros sigue a la perra por las calles inhabitables de México. Perros muy sucios, cojitrancos y tuertos, malheridos y cubiertos de llagas supurantes. Condenados a muerte y por lo pronto al hambre y la errancia. Algunos cargan
«La sangre derramada clama venganza». Y la venganza no puede engendrar sino más sangre derramada ¿Quién soy: el guarda de mi hermano o aquel a quien adiestraron para aceptar la muerte de los demás, no la propia muerte?
El mar que bulle en el calor de la noche, el mar bituminoso que lleva adentro su cólera, el mar sepulcro de las letrinas del puerto, nunca mereció ser este charco que huele a ciénaga, a hierros oxidados, a petróleo y a mierda,
Danza sobre las olas, vuelo flotante, ductilidad, perfección, acorde absoluto con el ritmo de las mareas, la insondable música que nace allá en el fondo y es retenida en el santuario de las caracolas.