Voz que decía: Da voces. Y yo respondí: ¿Qué tengo que decir a voces? Que toda carne es hierba, y toda su gloria como flor del campo.
Isaías 40, 6
Versión de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera
A Miguel Cervantes
Como Ulises me llamo Nadie. Como el demonio de los Evangelios mi nombre es Legión.
Soy tú porque eres yo. O serás porque fui. Tú y yo. Nosotros dos. Vosotros, los otros, los innumerables ustedes que se resuelven en mí.
Omnipresente como en Tenochtitlán, donde mi imagen recordaba a todos y a toda hora la conciencia del fin. El fin de cada azteca y la cultura azteca.
Después fui, al punto de convertirme en lugar común, símbolo de la sabiduría. Porque lo más sabio es también lo más obvio.
Como nadie quiere verlo de frente nunca estará de sobra repetirlo:
No somos ciudadanos de este mundo sino pasajeros en tránsito por la tierra prodigiosa e intolerable.
Si la carne es hierba y nace para ser cortada, soy a tu cuerpo lo que el árbol a la pradera; no invulnerable, tampoco perdurable; sí material más empecinado o resistente.
Cuando tú y todos los nacidos en el hueco del tiempo que te fue dado en préstamo acaben de representar su papel en este drama, esa farsa, esta trágica bufa comedia, yo permaneceré por largos años: descarnada desencarnada.
Serena mueca, secreto rostro que te niegas a ver (arráncate la máscara: en mí hallarás tu verdadera cara), aunque lo sabes íntimo y tuyo y siempre va contigo.
Y lleva adentro, en fugaces células que a cada instante mueren por millones, todo lo que eres: tu pensamiento, tu memoria, tus palabras, tus ambiciones, tus deseos, tus miedos, tus miradas que a golpes de luz erigen la apariencia del mundo, tu alejamiento o entendimiento de lo que irrealmente llamamos realidad.
Lo que te eleva por encima de tus olvidados semejantes, los animales, y lo que te sitúa por debajo de ellos: la señal de Caín, el odio a tu especie, tu capacidad bicéfala de hacer y destruir, hormiga y carcoma.
En vez de temerme o ridiculizarme por obra de tu miedo deberías estarme agradecido. Sin mí qué cárcel sería la vida en la tierra. Qué tormento si nada cambiara ni envejeciera. Y durante siglos y siglos de desesperación sin salida la misma gente diera vueltas y vueltas a la misma noria.
Gracias a mí todo es inexpresablemente valioso porque todo es efímero y jamás se repite.
Único es cada instante y cada rostro que en ese instante aflora por el camino vertiginoso que lo conduce hacia mí.
Porque voy con ustedes a todas partes.
Siempre con él, con ella, contigo, esperando sin protestar, esperando.
De los ejércitos de mis semejantes se ha forjado la historia.
De la pulverización de mis añicos está amasada la tierra.
Reino en el pudridero y en el osario, en el campo de batalla y en los nichos en que (por breve tiempo) se venera a las víctimas de los que ridículamente llaman la gloria.
Y no es sino la maligna voluntad de negarme, el afán estúpido de creer que hay escape y por medio de actos y obras alguien puede vencerme.
Actos y obras llevan también su sentencia de muerte, su calavera invisible; único precio de haber sido.
Contigo, hermana mía, hermano mío, me formé de tu sustancia en el vientre materno. Volverás a la oscura tierra y yo, que en cierta forma soy tu hija, heredaré tu nada y tu nombre.
Seré tus restos, tus despojos, tus residuos, tus sobras: el testimonio de que por haber vivido estás muerto.
Así, quién lo diría, yo –máscara de la muerte– soy la más profunda entre tus señales de vida, tu huella final, tu última ofrenda de basura al planeta que ya no cabe en sí mismo de tantos muertos.
Si bien sólo perduraré por breve tiempo, de todos modos muy superior al que te concedieron.
A menos que me aniquiles con tu carroña, aceleres por medios técnicos o por lo imprevisible el proceso que tarde o temprano conduce a nuestra última patria; la ceniza de que tú y yo estamos hechos.
Y al hacerme desaparecer junto contigo me prives de la última voluptuosidad: sentirme superior a los gusanos que nacen de tu cuerpo a fin de terminar con tu cuerpo (y apenas me rozan con sus viscosidades).
Después de todo me siento afín a ellos porque también soy innombrable.
Pero mientras la carne me disfraza y las células interiores me electrifican soy (al menos para ti; cada una/cada uno) el ombligo del mundo, el centro del universo.
Toda belleza y toda inteligencia descansan en mí –y me repudias. Me ves como señal del miedo a los muertos que se resisten a estar muertos, o a la muerte llana y simple: tu muerte.
Porque sólo puedo salir a flote con tu naufragio. Sólo cuando has tocado fondo aparezco.
Pero a cierta edad me insinúo en los surcos que me dibujan, en los cabellos que comparten mi gastada blancura.
Yo, en tu verdadera cara, tu apariencia última, tu rostro final que te hace Nadie y te vuelve Legión, hoy te ofrezco un espejo y te digo:
Contémplate.