Alarga el día en matinal hilera tibias manchas de sol por la ciudad. Se adivina casi la primavera, como si descendiera en lentas ráfagas de claridad.
La luz, la luz sumisa ( si no fuera la luz, la llamaran sonrisa ) al trepar en los muros, por ligera, dibuja la imprecisa ilusión de una blanda enredadera. ¡Ondula, danza y trémula se irisa!
Y la ciudad, con íntimo candor, bajo el rudo metal de una campana despierta a la inquietud de la mañana, y en gajos de color se deshilvana.
Pero puso el Señor, a lo largo del día, esencias de dolor y agudo clavo de melancolía.
Porque la claridad, al descender en giros de canción, enciende una alegría de mujer en el espejo gris del corazón.
Si ayer vimos la luna, desleída sobre un alto silencioso de montañas... si ayer la vimos derramarse en una indulgencia de lámpara afligida, y duele desnatar en las pestañas el oro de la luna.
Pero en las zonas ínfimas del ojo no ocurre nada, no, sólo esta luz -ay, hermano Francisco, esta alegría, única, riente claridad del alma. Un disfrutar en corro de presencias, de todos los pronombres -antes turbios
La casa del silencio se yergue en un rincón de la montaña, con el capuz de tejas carcomido. Y parece tan dócil que apenas se conmueve con el ruido de algún árbol cercano, donde sueña el amoroso cónclave de un nido.