Pero en las zonas ínfimas del ojo no ocurre nada, no, sólo esta luz -ay, hermano Francisco, esta alegría, única, riente claridad del alma. Un disfrutar en corro de presencias, de todos los pronombres -antes turbios por la gruesa efusión de su egoísmo- de mí y de Él y de nosotros tres ¡siempre tres! mientras nos recreamos hondamente en este buen candor que todo ignora, en esta aguda ingenuidad del ánimo que se pone a soñar a pleno sol y sueña los pretéritos de moho, la antigua rosa ausente y el promedio fruto de mañana, como un espejo del revés, opaco, que al consultar la hondura de la imagen le arrancara otro espejo por respuesta. Mirad con qué pueril austeridad graciosa distribuye los mundos en el caos, los echa a andar acordes como autómatas; al impulso didáctico del índice oscuramente ¡hop! los apostrofa y saca de ellos cintas de sorpresas que en un juego sinfónico articula, mezclando en la insistencia de los ritmos ¡planta-semila-planta! ¡planta-semila-planta! su tierna brisa, sus follajes tiernos, su luna azul, descalza, entre la nieve, sus mares plácidos de cobre y mil y un encantadores gorgoritos. Después, en un crescendo insostenible, mirad cómo dispara cielo arriba, desde el mar, el tiro prodigioso de la carne que aún a la alta nube menoscaba con el vuelo del pájaro, estalla en él como un cohete herido y en sonoras estrellas precipita su desbandada pólvora de plumas.
Pero en las zonas ínfimas del ojo no ocurre nada, no, sólo esta luz -ay, hermano Francisco, esta alegría, única, riente claridad del alma. Un disfrutar en corro de presencias, de todos los pronombres -antes turbios
La casa del silencio se yergue en un rincón de la montaña, con el capuz de tejas carcomido. Y parece tan dócil que apenas se conmueve con el ruido de algún árbol cercano, donde sueña el amoroso cónclave de un nido.