Manuel del Río, natural 
de España, ha fallecido el sábado 
once de mayo, a consecuencia 
de un accidente. Su cadáver 
está tendido en D′Agostino 
Funeral Home. Haskell. New Jersey. 
Se dirá una misa cantada 
a las nueve treinta, en St. Francis. 
Es una historia que comienza 
con sol y piedra, y que termina 
sobre una mesa, en D′Agostino, 
con flores y cirios eléctricos. 
Es una historia que comienza 
en una orilla del Atlántico. 
Continúa en un camarote 
de tercera, sobre las olas 
-sobre las nubes- de las tierras 
sumergidas ante Platón. 
Halla en América su término 
con una grúa y una clínica, 
con una esquela y una misa 
cantada, en la iglesia St. Francis. 
Al fin y al cabo, cualquier sitio 
da lo mismo para morir: 
el que se aroma de romero, 
el tallado en piedra, o en nieve, 
el empapado de petróleo. 
Da lo mismo que un cuerpo se haga 
piedra, petróleo, nieve, aroma. 
Lo doloroso no es morir 
acá o allá... 
Requiem aeternam, 
Manuel del Río. Sobre el mármol 
en D′Agostino, pastan toros 
de españa, Manuel, y las flores 
(funeral de segunda, caja 
que huele a abetos del invierno), 
cuarenta dólares. Y han puesto 
unas flores artificiales 
entre las otras que arrancaron 
al jardín... Liberame domine 
de morte aeterna... Cuando mueran 
James o Jacob verán las flores 
que pagaron Giulio o Manuel... 
Ahora descienden a tus cumbres 
garras de águila. Dies irae. 
Lo doloroso no es morir 
Dies illa acá o allá, 
sino sin gloria... 
Tus abuelos 
fecundaron la tierra toda, 
la empapaban de la aventura. 
Cuando caía un español 
se mutilaba el universo. 
Los velaban no en D′Agostino 
Funeral Home, sino entre hogueras, 
entre caballos y armas. Héroes 
para siempre. Estatuas de rostro 
borrado. Vestidos aún 
sus colores de papagayo, 
de poder y fantasía. 
El no ha caído así. No ha muerto 
por ninguna locura hermosa. 
(Hace mucho que el español 
muere de anónimo y cordura, 
o en locuras desgarradoras 
entre hermanos: cuando acuchilla 
pellejos de vino, derrama 
sangre fraterna). Vino un día 
porque su tierra es pobre. El mundo 
Liberame Domine es patria. 
Y ha muerto. No fundó ciudades. 
No dió su nombre a un mar. No hizo 
más que morir por diecisiete 
dólares (él los pensaría 
en pesetas). Requiem aeternam. 
Y en D′Agostino lo visitan 
los polacos, los irlandeses, 
los españoles, los que mueren 
en el week-end. 
Requiem aeternam. 
Definitivamente todo 
ha terminado. Su cadáver 
está tendido en D′Agostino 
Funeral Home. Haskell. New Jersey. 
Se dirá una misa cantada 
por su alma. 
Me he limitado 
a reflejar aquí una esquela 
de un periódico de New York. 
Objetivamente, sin vuelo 
en el verso. Objetivamente. 
Un español como millones 
de españoles. No he dicho a nadie 
que estuve a punto de llorar. 
José Hierro nació en Madrid en 1922 y en la misma ciudad murió el 21 de diciembre de 2002, aunque se consideraba santanderino de adopción y fuera titulado como Hijo adoptivo y Poeta de Cantabria. En su obra, tan rica en matices rítmicos como en empaque conceptual, se han fraguado las tendencias más válidas de la poesía española de posguerra. Sus primeros versos aparecieron en distintas publicaciones del frente republicano. Acabada la guerra civil padeció cuatro años de cárcel, y esta experiencia lo marcó para siempre. Hierro ha conseguido los galardones más relevantes de la literatura española: Premio de la Crítica en tres ocasiones, Premio Nacional en dos, el Príncipe de Asturias (1981), el Premio Pablo Iglesias (1986), el Nacional de las Letras Españolas (1990), el Premio Reina Sofía de Poesía Hispanoamericana (1995) y el Cervantes (1998). También fue elegido académico de la Real Academia Española (1990), cuyo discurso de ingreso sobre Juan Ramón Jiménez no llegó a pronunciar.