A buen juez, mejor testigo, de José Zorrilla | Poema

    Poema en español
    A buen juez, mejor testigo


       I 


    Entre pardos nubarrones 
    pasando la blanca luna, 
    con resplandor fugitivo, 
    la baja tierra no alumbra. 
    La brisa con frescas alas 
    juguetona no murmura, 
    y las veletas no giran 
    entre la cruz y la cúpula. 
    Tal vez un pálido rayo 
    la opaca atmósfera cruza, 
    y unas en otras las sombras 
    confundidas se dibujan. 
    Las almenas de las torres 
    un momento se columbran, 
    como lanzas de soldados 
    apostados en la altura. 
    Reverberan los cristales 
    la trémula llama turbia, 
    y un instante entre las rocas 
    rïela la fuente oculta. 
    Los álamos de la vega 
    parecen en la espesura 
    de fantasmas apiñados 
    medrosa y gigante turba; 
    y alguna vez desprendida 
    gotea pesada lluvia, 
    que no despierta a quien duerme, 
    ni a quien medita importuna. 
    Yace Toledo en el sueño 
    entre las sombras confusas 
    y el Tajo a sus pies pasando 
    con pardas ondas lo arrulla. 
    El monótono murmullo 
    sonar perdido se escucha, 
    cual si por las hondas calles 
    hirviera del mar la espuma. 
    ¡Qué dulce es dormir en calma 
    cuando a lo lejos susurran 
    los álamos que se mecen, 
    las aguas que se derrumban! 
    se sueñan bellos fantasmas 
    que el sueño del triste endulzan, 
    y en tanto que sueña el triste, 
    no le aqueja su amargura. 

    Tan en calma y tan sombría 
    como la noche que enluta 
    la esquina en que desemboca 
    una callejuela oculta, 
    se ve de un hombre que aguarda 
    la vigilante figura, 
    y tan a la sombra vela 
    que entre las sombras se ofusca. 
    Frente por frente a sus ojos 
    un balcón a poca altura 
    deja escapar por los vidrios 
    la luz que dentro le alumbra; 
    mas ni en el claro aposento, 
    ni en la callejuela oscura 
    el silencio de la noche 
    rumor sospechoso turba. 
    Pasó así tan largo tiempo, 
    que pudiera haberse duda 
    de si es hombre, o solamente 
    mentida ilusión nocturna; 
    pero es hombre, y bien se ve, 
    porque con planta segura 
    ganando el centro a la calle 
    resuelto y audaz pregunta: 
    -¿Quién va?- y a corta distancia 
    el igual compás se escucha 
    de un caballo que sacude 
    las sonoras herraduras. 
    -¿Quién va?- repite y cercana 
    otra voz menos robusta 
    responde: -Un hidalgo ¡calle!- 
    y el paso el bulto apresura. 
    -Téngase el hidalgo- el hombre 
    replica, y la espada empuña. 
    -Ved más bien si me haréis calle- 
    repitieron con mesura 
    -Que hasta hoy a nadie se tuvo 
    Iván de Vargas y Acuña. 
    -Pase el Acuña y perdone- 
    dijo el mozo en faz de fuga, 
    pues teniéndose el embozo 
    sopla un silbato, y se oculta. 
    Paró el jinete a una puerta, 
    y con precaución difusa 
    salió una niña al balcón 
    que llama interior alumbra. 
    -Mi padre!- clamó en voz baja 
    y el viejo en la cerradura 
    metió la llave pidiendo 
    a sus gentes que le acudan. 
    Un negro por ambas bridas 
    tomó la cabalgadura, 
    cerróse detrás la puerta 
    y quedó la calle muda. 
    En esto desde el balcón, 
    como quien tal acostumbra, 
    un mancebo por las rejas 
    de la calle se asegura. 
    Asió el brazo al que apostado 
    hizo cara a Iván de Acuña, 
    y huyeron, en el embozo 
    velando la catadura. 



       II 


    Clara, apacible y serena 
    pasa la siguiente tarde, 
    y el sol tocando su ocaso 
    apaga su luz gigante: 
    se ve la imperial Toledo 
    dorada por los remates, 
    como una ciudad de gana 
    coronada de cristales. 
    El Tajo por entre rocas 
    sus anchos cimientos lame, 
    dibujando en las arenas 
    las ondas con que las bate. 
    Y la ciudad se retrata 
    en las ondas desiguales, 
    como en prendas de que el río 
    tan afanoso la bañe. 
    A lo lejos en la vega 
    tiende galan por sus márgenes, 
    de sus álamos y huertos 
    el pintoresco ropaje, 
    y porque su altiva gala 
    mas a los ojos halague, 
    la salpica con escombros 
    de castillos y de alcázares. 
    Un recuerdo es cada piedra 
    que toda una historia vale, 
    cada colina un secreto 
    de príncipes o galanes. 
    Aquí se bañó la hermosa 
    por quien dejó un rey culpable 
    amor, fama, reino y vida 
    en manos de musulmanes. 
    Allí recibió Galiana 
    a su receloso amante 
    en esa cuesta que entonces 
    era un plantel de azahares. 
    Allá por aquella torre, 
    que hicieron puerta los árabes, 
    subió el Cid sobre Babieca 
    con su gente y su estandarte. 
    Más lejos se ve el castillo 
    de San Servando, o Cervantes, 
    donde nada se hizo nunca 
    y nada al presente se hace. 
    A este lado está la almena 
    por do sacó vigilante 
    el conde Don Peranzules 
    al rey, que supo una tarde 
    fingir tan tenaz modorra, 
    que, político y constante, 
    tuvo siempre el brazo quedo 
    las palmas al horadarle. 
    Allí está el circo romano, 
    gran cifra de un pueblo grande, 
    y aquí la antigua Basílica 
    de bizantinos pilares, 
    que oyó en el primer concilio 
    las palabras de los Padres 
    que velaron por la Iglesia 
    perseguida o vacilante. 
    La sombra en este momento 
    tiende sus turbios cendales 
    por todas esas memorias 
    de las pasadas edades, 
    y del Cambrón y Visagra 
    los caminos desiguales, 
    camino a los toledanos 
    hacia las murallas abren. 
    Los labradores se acercan 
    al fuego de sus hogares. 
    Cargados con sus aperos, 
    cansados de sus afanes. 
    Los ricos y sedentarios 
    se tornan con paso grave, 
    calado el ancho sombrero, 
    abrochados los gabanes: 
    y los clérigos y monjes 
    y los prelados y abades 
    sacudiendo el leve polvo 
    de capelos y sayales. 

    Quédase sólo un mancebo 
    de impetuosos ademánes, 
    que se pasea ocultando 
    entre la capa el semblante. 
    Los que pasan le contemplan 
    con decisión de evitarle, 
    y él contempla a los que pasan 
    como si a alguien aguardase. 
    Los tímidos aceleran 
    los pasos al divisarle, 
    cual temiendo de seguro 
    que les proponga un combate; 
    y los valientes le miran 
    cual si sintieran dejarle 
    sin que libres sus estoques 
    en riña sonora dancen. 
    Una mujer también sola 
    se viene el llano adelante, 
    la luz del rostro escondida 
    en tocas y tafetanes. 
    Mas en lo leve del paso, 
    y en lo flexible del talle, 
    puede a través de los velos 
    una hermosa adivinarse. 
    Vase derecha al que aguarda, 
    y él al encuentro le sale 
    diciendo... cuanto se dicen 
    en las citas los amantes. 
    Mas ella, galanterías 
    dejando severa aparte, 
    así al mancebo interrumpe 
    en voz decisiva y grave: 

    -Abreviemos de razones, 
    diego Martínez; mi padre, 
    que un hombre ha entrado en su ausencia 
    dentro mi aposento sabe: 
    y aquí quien mancha mi honra 
    con la suya me la lave; 
    o dadme mano de esposo, 
    o libre de vos dejadme.- 
    miróla Diego Martínez 
    atentamente un instante, 
    y echando a un lado el embozo, 
    repuso palabras tales: 
    -Dentro de un mes, Inés mía, 
    parto a la guerra de Flandes; 
    al ario estaré de vuelta 
    y contigo en los altares. 
    Honra que yo te desluzca, 
    con honra mía se lave; 
    que por honra vuelven honra 
    hidalgos que en honra nacen. 
    -Júralo- exclamó la niña. 
    -Más que mi palabra vale 
    no te valdrá un juramento. 
    -Diego, la palabra es aire. 
    -¡Vive Dios que estás tenaz! 
    dalo por jurado y baste. 
    -No me basta; que olvidar 
    puedes la palabra en Flandes. 
    -¡Voto a Dios! ¿qué más pretendes? 
    -Que a los pies de aquella imagen 
    lo jures como cristiano 
    del santo Cristo delante.- 

    Vaciló un punto Martínez, 
    mas porfiando que jurase, 
    llevóle Inés hacia el templo 
    que en medio la vega yace. 
    Enclavado en un madero, 
    en duro y postrero trance, 
    ceñida la sien de espinas, 
    descolorido el semblante, 
    veíase allí un crucifijo 
    teñido de negra sangre, 
    a quien Toledo devota 
    acude hoy en sus azares. 
    Ante sus plantas divinas 
    llegaron ambos amantes, 
    y haciendo Inés que Martínez 
    los sagrados pies tocase, 
    preguntóle: 
             -Diego, ¿juras 
    a tu vuelta desposarme?- 
    contestó el mozo: 
             -¡Sí juro!- 
    y ambos del templo se salen. 



       III 


    Pasó un día y otro día, 
    un mes y otro mes pasó, 
    y un ario pasado había, 
    mas de Flandes no volvía 
    diego, que a Flandes partió. 

    Lloraba la bella Inés 
    su vuelta aguardando en vano, 
    oraba un mes y otro mes 
    del crucifijo a los pies 
    do puso el galán su mano. 

    Todas las tardes venía 
    después de traspuesto el sol, 
    y a Dios llorando pedía 
    la vuelta del español, 
    y el español no volvía. 

    Y siempre al anochecer, 
    sin dueña y sin escudero, 
    en un manto una mujer 
    el campo salía a ver 
    al alto del Miradero. 

    ¡Ay del triste que consume 
    su existencia en esperar! 
    ¡Ay del triste que presume 
    que el duelo con que él se abrume 
    al ausente ha de pesar! 

    La esperanza es de los cielos 
    precioso y funesto don, 
    pues los amantes desvelos 
    cambian la esperanza en celos, 
    que abrasan el corazón. 

    Si es cierto lo que se espera, 
    es un consuelo en verdad; 
    pero siendo una quimera, 
    en tan frágil realidad 
    quien espera desespera. 

    Así Inés desesperaba 
    sin acabar de esperar, 
    y su tez se marchitaba, 
    y su llanto se secaba 
    para volver a brotar. 

    En vano a su confesor 
    pidió remedio o consejo 
    para aliviar su dolor; 
    que mal se cura el amor 
    con las palabras de un viejo. 

    En vano a Iván acudía, 
    llorosa y desconsolada; 
    el padre no respondía; 
    que la lengua le tenía 
    su propia deshonra atada. 

    Y ambos maldicen su estrella, 
    callando el padre severo 
    y suspirando la bella, 
    porque nació mujer ella, 
    y el viejo nació altanero. 

    Dos arios al fin pasaron 
    en esperar y gemir, 
    y las guerras acabaron, 
    y los de Flandes tornaron 
    a sus tierras a vivir. 

    Pasó un día y otro día, 
    un mes y otro mes pasó, 
    y el tercer ario corría; 
    diego a Flandes se partió, 
    mas de Flandes no volvía. 

    Era una tarde serena, 
    doraba el sol de occidente 
    del Tajo la vega amena, 
    y apoyada en una almena 
    miraba Inés la corriente. 

    Iban las tranquilas olas 
    las riberas azotando 
    bajo las murallas solas, 
    musgo, espigas y amapolas 
    ligeramente doblando. 

    Algún olmo que escondido 
    creció entre la yerba blanda, 
    sobre las aguas tendido 
    se reflejaba perdido 
    en su cristalina banda. 

    Y algún ruiseñor colgado 
    entre su fresca espesura 
    daba al aire embalsamado 
    su cántico regalado 
    desde la enramada oscura. 

    Y algún pez con cien colores, 
    tornasolada la escama, 
    saltaba a besar las flores, 
    que exhalan gratos olores 
    a las puntas de una rama. 

    Y allá en el trémulo fondo 
    el torreón se dibuja 
    como el contorno redondo 
    del hueco sombrío y hondo 
    que habita nocturna bruja. 

    Así la niña lloraba 
    el rigor de su fortuna, 
    y así la tarde pasaba 
    y al horizonte trepaba 
    la consoladora luna. 

    A lo lejos por el llano 
    en confuso remolino 
    vio de hombres tropel lejano 
    que en pardo polvo liviano 
    dejan envuelto el camino. 

    Bajó Inés del torreón, 
    y llegando recelosa 
    a las puertas del Cambrón, 
    sintió latir zozobrosa 
    más inquieto el corazón. 

    Tan galán como altanero 
    dejó ver la escasa luz 
    por bajo el arco primero 
    un hidalgo caballero 
    en un caballo andaluz. 

    Jubón negro acuchillado, 
    banda azul, lazo en la hombrera, 
    y sin pluma al diestro lado 
    el sombrero derribado 
    tocando con la gorguera. 

    Bombacho gris guarnecido, 
    bota de ante, espuela de oro, 
    hierro al cinto suspendido, 
    y a una cadena prendido 
    agudo cuchillo moro. 

    Vienen tras este jinete 
    sobre potros jerezanos 
    de lanceros hasta siete, 
    y en adarga y coselete 
    diez peones castellanos. 

    Asióse a su estribo Inés 
    gritando: -¡Diego, eres tú!- 
    y él viéndola de través 
    dijo: -¡Voto a Belcebú, 
    que no me acuerdo quién es!- 

    Dio la triste un alarido 
    tal respuesta al escuchar, 
    y a poco perdió el sentido, 
    sin que más voz ni gemido 
    volviera en tierra a exhalar. 

    Frunciendo ambas a dos cejas 
    encomendóla a su gente, 
    diciendo: -Malditas viejas 
    que a las mozas malamente 
    enloquecen con consejas!- 

    Y aplicando el capitán 
    a su potro las espuelas 
    el rostro a Toledo dan, 
    y a trote cruzando van 
    las oscuras callejuelas. 



       IV 


    Así por sus altos fines 
    dispone y permite el cielo 
    que puedan mudar al hombre 
    fortuna, poder y tiempo. 
    A Flandes partió Martínez 
    de soldado aventurero, 
    y por su suerte y hazañas 
    allí capitán le hicieron. 
    Según alzaba en honores 
    alzábase en pensamientos, 
    y tanto ayudó en la guerra 
    con su valor y altos hechos, 
    que el mismo rey a su vuelta 
    le armó en Madrid caballero, 
    tomándole a su servicio 
    por capitán de Lanceros. 
    Y otro no fue que Martínez 
    quien ha poco entró en Toledo, 
    tan orgulloso y ufano 
    cual salió humilde y pequeño. 
    Ni es otro a quien se dirige, 
    cobrado el conocimiento, 
    la amorosa Inés de Vargas, 
    que vive por él muriendo. 
    Mas él, que olvidando todo 
    olvidó su nombre mesmo, 
    puesto que Diego Martínez 
    es el capitán Don Diego, 
    ni se ablanda a sus caricias, 
    ni cura de sus lamentos; 
    diciendo que son locuras 
    de gentes de poco seso; 
    que ni él prometió casarse 
    ni pensó jamás en ello. 
    ¡Tanto mudan a los hombres 
    fortuna, poder y tiempo! 
    en vano porfiaba Inés 
    con amenazas y ruegos; 
    cuanto más ella importuna 
    está Martínez severo. 
    Abrazada a sus rodillas, 
    enmarañado el cabello, 
    la hermosa niña lloraba 
    prosternada por el suelo. 
    Mas todo empeño es inútil, 
    porque el capitán Don Diego 
    no ha de ser Diego Martínez 
    como lo era en otro tiempo. 
    Y así llamando a su gente, 
    de amor y piedad ajeno, 
    mandóles que a Inés llevaran 
    de grado o de valimiento. 
    Mas ella antes que la asieran, 
    cesando un punto en su duelo, 
    así habló, el rostro lloroso 
    hacia Martínez volviendo: 
    -Contigo se fue mi honra, 
    conmigo tu juramento; 
    pues buenas prendas son ambas, 
    en buen fiel las pesaremos.- 
    y la faz descolorida 
    en la mantilla envolviendo 
    a pasos desatentados 
    salióse del aposento. 



    V
     

    Era entonces de Toledo 
    por el rey gobernador 
    el justiciero y valiente 
    don Pedro Ruiz de Alarcón. 
    Muchos años por su patria 
    el buen viejo peleó; 
    cercenado tiene un brazo, 
    mas entero el corazón. 
    La mesa tiene delante, 
    los jueces en derredor, 
    los corchetes a la puerta 
    y en la derecha el bastón. 
    Está, como presidente 
    del tribunal superior, 
    entre un dosel y una alfombra 
    reclinado en un sillón 
    escuchando con paciencia 
    la casi asmática voz 
    con que un tétrico escribano 
    solfea una apelación. 
    Los asistentes bostezan 
    al murmullo arrullador, 
    los jueces medio dormidos 
    hacen pliegues al ropón, 
    los escribanos repasan 
    sus pergaminos al sol, 
    los corchetes a una moza 
    guiñan en un corredor, 
    y abajo en Zocodover 
    gritan en discorde son 
    los que en el mercado venden 
    lo vendido y el valor. 

    Una mujer en tal punto, 
    en faz de grande aflicción, 
    rojos de llorar los ojos, 
    ronca de gemir la voz, 
    suelto el cabello y el manto, 
    tomó plaza en el salón 
    diciendo a gritos: 
    -Justicia, Jueces, justicia, señor!- 
    y a los pies se arroja humilde 
    de don Pedro de Alarcón, 
    en tanto que los curiosos 
    se agitan al rededor. 
    Alzóla cortés Don Pedro 
    calmando la confusión 
    y el tumultuoso murmullo 
    que esta escena ocasionó, 
    diciendo: 
             -Mujer, ¿qué quieres? 
    -Quiero justicia, señor. 
    -¿De qué? 
             -De una prenda hurtada 
    -¿Qué prenda? 
             -Mi corazón. 
    -¿Tú le diste? 
             -Le presté. 
    -¿Y no te le han vuelto? 
             -No. 
    -¿Tienes testigos? 
             -Ninguno. 
    -¿Y promesa? 
             -¡Sí, por Dios! 
    que al partirse de Toledo 
    un juramento empeñó. 
    -¿Quién es él? 
             -Diego Martínez. 
    -¿Noble? 
             -Y capitán, señor. 
    -Presentadme al capitán, 
    que cumplirá si juró.- 

    Quedó en silencio la sala, 
    y a poco en el corredor 
    se oyó de botas y espuelas 
    el acompasado son. 
    Un portero, levantando 
    el tapiz, en alta voz 
    dijo: -El capitán Don Diego.- 
    y entró luego en el salón 
    diego Martínez, los ojos 
    llenos de orgullo y furor. 
    -¿Sois el capitán Don Diego- 
    díjole Don Pedro- vos?- 
    contestó altivo y sereno 
    diego Martínez: 
             -Yo soy. 
    -¿Conocéis a esta muchacha? 
    -Ha tres arios, salvo error. 
    -¿Hicísteisla juramento 
    de ser su marido? 
             -No. 
    -¿Juráis no haberlo jurado? 
    -Sí juro. 
             -Pues id con Dios. 
    -¡Miente!-clamó Inés llorando 
    de despecho y de rubor. 
    -Mujer, ¡piensa lo que dices!... 
    Digo que miente, juró. 
    -¿Tienes testigos? 
             -Ninguno. 
    -Capitán, idos con Dios, 
    y dispensad que acusado 
    dudara de vuestro honor.- 

    Tornó Martínez la espalda 
    con brusca satisfacción, 
    e Inés, que le vio partirse, 
    resuelta y firme gritó: 
    -Llamadle, tengo un testigo. 
    Llamadle otra vez, señor.- 
    volvió el capitán Don Diego, 
    sentóse Ruiz de Alarcón, 
    la multitud aquietóse 
    y la de Vargas siguió: 
    -Tengo un testigo a quien nunca 
    faltó verdad ni razón. 
    -¿Quién? 
             -Un hombre que de lejos 
    nuestras palabras oyó, 
    mirándonos desde arriba. 
    -¿Estaba en algún balcón? 
    -No, que estaba en un suplicio 
    donde ha tiempo que expiró. 
    -¿Luego es muerto? 
             -No, que vive. 
    -Estáis loca, ¡vive Dios! 
    ¿Quién fué? 
             -El Cristo de la Vega 
    a cuya faz perjuró.- 

    Pusiéronse en pie los jueces 
    al nombre del Redentor, 
    escuchando con asombro 
    tan excelsa apelación. 
    Reinó un profundo silencio 
    de sorpresa y de pavor, 
    y Diego bajó los ojos 
    de vergüenza y confusión. 
    Un instante con los jueces 
    don Pedro en secreto habló, 
    y levantóse diciendo 
    con respetüosa voz: 

    -La ley es ley para todos, 
    tu testigo es el mejor, 
    mas para tales testigos 
    no hay más tribunal que Dios. 
    Haremos... lo que sepamos; 
    escribano, al caer el sol 
    al Cristo que está en la Vega 
    tomaréis declaración.- 



       VI 


    Es una tarde serena, 
    cuya luz tornasolada 
    del purpurino horizonte 
    blandamente se derrama. 
    Plácido aroma las flores 
    sus hojas plegando exhalan, 
    y el céfiro entre perfumes 
    mece las trémulas alas. 
    Brillan abajo en el valle 
    con suave rumor las aguas, 
    y las aves en la orilla 
    despidiendo al día cantan. 

    Allá por el Miradero 
    por el Cambrón y Visagra 
    confuso tropel de gente 
    del Tajo a la Vega baja. 
    Vienen delante Don Pedro 
    de Alarcón, Iván de Vargas, 
    su hija Inés, los escribanos, 
    los corchetes y los guardias; 
    y detrás monjes, hidalgos, 
    mozas, chicos y canalla. 
    Otra turba de curiosos 
    en la Vega les aguarda, 
    cada cual comentariando 
    el caso según le cuadra. 
    Entre ellos está Martínez 
    en apostura bizarra, 
    calzadas espuelas de oro, 
    valona de encaje blanca, 
    bigote a la borgoñesa, 
    melena desmelenada, 
    el sombrero guarnecido 
    con cuatro lazos de plata, 
    un pie delante del otro, 
    y el puño en el de la espada. 
    Los plebeyos de reojo 
    le miran de entre las capas, 
    los chicos al uniforme 
    y las mozas a la cara. 
    Llegado el gobernador 
    y gente que le acompaña, 
    entraron todos al claustro 
    que iglesia y patio separa. 
    Encendieron ante el Cristo 
    cuatro cirios y una lámpara, 
    y de hinojos un momento 
    le rezaron en voz baja. 

    Está el Cristo de la Vega 
    la cruz en tierra posada, 
    los pies alzados del suelo 
    poco menos de una vara; 
    hacia la severa imagen 
    un notario se adelanta, 
    de modo que con el rostro 
    al pecho santo llegaba. 
    A un lado tiene a Martínez, 
    a otro lado a Inés de Vargas, 
    detrás al gobernador 
    con sus jueces y sus guardias. 
    Después de leer dos veces 
    la acusación entablada, 
    el notario a Jesucristo 
    así demandó en voz alta: 
    -Jesús, Hijo de María, 
    ante nos esta mañana 
    citado como testigo 
    por boca de Inés de Vargas, 
    juráis ser cierto que un día 
    a vuestras divinas plantas 
    juró a Inés Diego Martínez 
    por su mujer desposarla?- 

    Asida a un brazo desnudo 
    una mano atarazada 
    vino a posar en los autos 
    la seca y hendida palma, 
    y allá en los aires «¡Sí, Juro!» 
    clamó una voz más que humana. 
    Alzó la turba medrosa 
    la vista a la imagen santa . . . 
    Los labios tenía abiertos. 
    Y una mano desclavada. 



    Conclusión 



    Las vanidades del mundo 
    renunció allí mismo Inés, 
    y espantado de sí propio 
    diego Martínez también. 
    Los escribanos temblando 
    dieron de esta escena fe, 
    firmando como testigos 
    cuantos hubieron poder. 
    Fundóse un aniversario 
    y una capilla con él, 
    y Don Pedro de Alarcón 
    el altar ordenó hacer, 
    donde hasta el tiempo que corre, 
    y en cada año una vez, 
    con la mano desclavada 
    el crucifijo se ve.