Estaba echado yo en la tierra, enfrente del infinito campo de Castilla, que el otoño envolvía en la amarilla dulzura de su claro sol poniente.
Lento, el arado, paralelamente abría el haza oscura, y la sencilla mano abierta dejaba la semilla en su entraña partida honradamente.
Pensé arrancarme el corazón, y echarlo, pleno de su sentir alto y profundo, al ancho surco del terruño tierno,
a ver si con partirlo y con sembrarlo, la primavera le mostraba al mundo el árbol puro del amor eterno.
Juan Ramón Jiménez (1881-1958) es un autor esencial para la poesía en lengua española. Sus propuestas estéticas marcan una línea divisoria entre el Romanticismo de Espronceda y Bécquer, bajo cuya influencia escribe sus primeros versos, y el Modernismo y las vanguardias de las primeras décadas del siglo XX. Deslumbran en su poesía el rico caudal de sus luminosas imágenes y la profundidad conceptual y simbólica de sus versos. El exilio en América durante las décadas de los cuarenta y cincuenta enriquece su poesía, la cual adquiere una dimensión cósmica y mística sin precedentes en la tradición española. No en vano fue Premio Nobel de Literatura en 1956 por el conjunto de su obra.
La niña sonríe: «¡Espera, voy a cojer la muleta!» Sol y rosas. La arboleda movida y fresca, dardea limpias luces verdes. Gresca de pájaros, brisas nuevas. La niña sonríe: «¡Espera, voy a cojer la muleta!» Un cielo de ensueño y seda,
Le han puesto al niño un vestido absurdo, loco, ridículo; le está largo y corto; gritos de colores le han prendido por todas partes. Y el niño se mira, se toca, erguido. Todo le hace reír al mico, las manos en los bolsillos…