Entre las hojas de laurel, marchitas, de la corona vieja, que en lo alto de mi lecho suspendida, un triunfo no alcanzado me recuerda, una araña ha formado su lóbrega vivienda con hilos tembladores más blancos que la seda,
¡La campiña! Sobre el césped del cortijo va la niña tierna, rubia, frágil, blanca; —bajo el brazo la muñeca de cartón rosada y hueca— salta, corre, canta, grita, y sus fúlgidos ojazos copian toda la pureza de la bóveda infinita.