Tú no sabes amar: ¿acaso intentas darme calor con tu mirada triste? El amor nada vale sin tormentas, sin tempestades el amor no existe. Y sin embargo ¿dices que me amas? No, no es amor lo que hacía mí te mueve; el Amor es un sol hecho de llama, y en los soles jamás cuaja la nieve. ¡El amor es volcán, es rayo, es lumbre, y debe ser devorador, intenso, debe ser huracán, debe ser cumbre... debe alzarse hasta Dios como el incienso! Pero tú piensas que el amor es frío; que ha de asomar en ojos siempre yertos, con tu anémico amor... anda, bien mío, anda al osario a enamorar los muertos.
Entre las hojas de laurel, marchitas, de la corona vieja, que en lo alto de mi lecho suspendida, un triunfo no alcanzado me recuerda, una araña ha formado su lóbrega vivienda con hilos tembladores más blancos que la seda,
¡La campiña! Sobre el césped del cortijo va la niña tierna, rubia, frágil, blanca; —bajo el brazo la muñeca de cartón rosada y hueca— salta, corre, canta, grita, y sus fúlgidos ojazos copian toda la pureza de la bóveda infinita.