Oye: bajo las ruinas de mis pasiones, en el fondo de ésta alma que ya no alegras, entre polvo de ensueños y de ilusiones brotan entumecidas mis flores negras.
Ellas son mis dolores, capullos hechos los intensos dolores que en mis entrañas sepultan sus raíces cual los helechos, en las húmedas grietas de las montañas.
Ellas son tus desdenes y tus rigores; son tus pérfidas frases y tus desvíos; son tus besos vibrantes y abrasadores en pétalos tornados, negros y fríos.
Ellas son el recuerdo de aquellas horas en que presa en mis brazos te adormecías, mientras yo suspiraba por las auroras de tus ojos... auroras que no eran mías.
Ellas son mis gemidos y mis reproches ocultos en esta alma que ya no alegras; son por eso tan negras como las noches de los gélidos polos... mis flores negras.
Guarda, pues, este triste, débil manojo que te ofrezco de aquellas flores sombrías; Guárdalo; nada temas: es un despojo del jardín de mis hondas melancolías.
Entre las hojas de laurel, marchitas, de la corona vieja, que en lo alto de mi lecho suspendida, un triunfo no alcanzado me recuerda, una araña ha formado su lóbrega vivienda con hilos tembladores más blancos que la seda,
¡La campiña! Sobre el césped del cortijo va la niña tierna, rubia, frágil, blanca; —bajo el brazo la muñeca de cartón rosada y hueca— salta, corre, canta, grita, y sus fúlgidos ojazos copian toda la pureza de la bóveda infinita.