Al monte, al valle y al río,
¿en dónde está el amor mío?
¿En dónde está? -pregunté-.
Monte y valle enmudecieron,
y como no respondieron,
murmuró el río: -¡Yo sé!
La que te amó tanto, inerme,
sobre mis arenas duerme
debajo de aquel bambú;
mas ya es mía; en su despecho,
vino a acostarse a mi lecho,
cuando la olvidaste tú!
En ese bambú, parleros
le cuentan los clarineros
sus desventuras de amor;
y en la noche le hacen dúos
melancólicos, los búhos,
de la luna al resplandor.
Por el viento desgreñada,
¡pobrecita!... una callada
noche, a mi orilla llegó;
me habló de ti... ¡pérfido hombre!
y, sollozando tu nombre,
en mis olas se arrojó!
Por un milagro divino,
ya su cuerpo alabastrino
nunca se disgregará;
al arrullo de mis ondas,
y al amparo de estas frondas,
para siempre dormirá!
A los rayos de la luna
parece una ondina, una
ondina que esparce luz;
con mis piedras la he formado
un cementerio: un cercado,
una losa y una cruz!
Cuando Primavera brilla
en esta cálida orilla,
y comienza a florecer,
cae una y otra flor bella,
y, como todas son de ella,
quizás las siente caer.
De mi amor en el exceso,
noche y día yo la beso
y la cubro, sin cesar,
con mis espumas lucientes
y mis olas trasparentes,
más puras que las del mar!
Ven, si, acaso, quieres verla;
pensarás que una perla
que se cuajó en mi cristal;
como el sol tanto fulgura,
sobre su blanca hermosura,
de espumas he puesto un chal!
Desconsolado, a la orilla
llegué; doblé la rodilla,
y en el claro fondo vi
su cuerpo al pie de una roca;
me sonreía su boca
como un doliente rubí!
Mas, ¡ay! que en un arrebato
de celos, el río -¡ingrato!
me dijo -¡vete de aquí!...
¡ya es mía! duerme en mi lecho...
a ella no tienes derecho...
¿no la abandonaste?... ¡di!-
Y para aumentar mi pena,
la fue cubriendo de arena
aquel celoso hablador,
en tanto que murmuraba:
«Te amaba mucho... te amaba...
pero ya es mío su amor!»
Desde entonces ¡alma mía!
cuando va a morir el día
allí me voy a sentar,
y, con hondo sentimiento,
lleno de remordimiento,
no hago más que sollozar!
Y cuando la noche llega
y con sus sombras la vega
inunda, empiezo a gritar
como un loco: «¡río! río,
¡devuélveme el amor mío,
que me canso de esperar!...»
Entre las hojas de laurel, marchitas,
de la corona vieja,
que en lo alto de mi lecho suspendida,
un triunfo no alcanzado me recuerda,
una araña ha formado
su lóbrega vivienda
con hilos tembladores
más blancos que la seda,
¡La campiña!
Sobre el césped del cortijo va la niña
tierna, rubia, frágil, blanca;
—bajo el brazo la muñeca
de cartón rosada y hueca—
salta, corre, canta, grita,
y sus fúlgidos ojazos copian toda
la pureza de la bóveda infinita.
Azul... azul... azul estaba el cielo.
El hálito quemaste del estío
comenzaba a dorar el terciopelo
del prado, en donde se remansa el río.
Ojos indefinibles, ojos grandes,
como el cielo y el mar hondos y puros,
ojos como las selvas de los Andes:
misteriosos, fantásticos y oscuros.
¡Y no temblé al mirarla! El tiempo había
su tez apenas marchitado; hacía
tanto... que ni de lejos la veía...
Vago tinte de aurora su semblante
inundó de repente, en el instante
en que me vio tan cerca... y tan distante!...
Cuando yo espire a la empinada sierra
transportad mi cadáver y en la cumbre,
¡no lo arrojéis debajo de la tierra,
sino encima, del sol bajo la lumbre!