Mientras esta cabeza rota del Niño de Vallecas exista, de aquí no se va nadie. Nadie. Ni el místico ni el suicida.
Antes hay que deshacer este entuerto, antes hay que resolver este enigma. Y hay que resolverlo entre todos, y hay que resolverlo sin cobardía, sin huir con unas alas de percalina o haciendo un agujero en la tarima. De aquí no se va nadie. Nadie. Ni el místico ni el suicida.
Y es inútil, inútil toda huida (ni por abajo ni por arriba). Se vuelve siempre. Siempre. Hasta que un día (¡un buen día!) el yelmo de Mambrino —halo ya, no yelmo ni bacía— se acomode a las sienes de Sancho y a las tuyas y a las mías como pintiparado, como hecho a la medida. Entonces nos iremos todos por las bambalinas. Tú, y yo, y Sancho, y el Niño de Vallecas, y el místico, y el suicida.
Oh, este dolor, este dolor de no tener ya lágrimas; este dolor de no tener ya llanto para regar el polvo. ¡Oh, este llanto de España, que ya no es más que arruga y sequedad... mueca, enjuta congoja de la tierra,
Pasan los días y los años, corre la vida y uno no sabe por qué vive... Pasan los días y los años, llega la muerte y uno no sabe por qué muere. Y un día el hombre se pone a llorar sin más ni más, sin saber por qué llora por quién llora...
Nadie fue ayer, ni va hoy, ni irá mañana hacia Dios por este mismo camino que yo voy. Para cada hombre guarda un rayo nuevo de luz el sol... y un camino virgen Dios.
He llegado al final... ¿Quién me ha traído hasta aquí... y por qué me han traído hasta aquí? Yo no quería cantar... Y ahora parece que este era solo mi destino: cantar, rezar, gritar, llorar, blasfemar... Y con una voz de publicano,