Un trozo de selenología, de Leopoldo Lugones | Poema

    Poema en español
    Un trozo de selenología

    Ante mi ventana, clara como un remanso 
    de firmamento, la luna repleta, 
    se puso con gorda majestad de ganso 
    a tiro de escopeta. 
    No tenía rifle, 
    ni nada que fuera más o menos propio 
    para la caza; pero un mercachifle 
    habíame vendido un telescopio. 
    Bella ocasión, sin duda alguna, 
    para hacer un blanco en la luna. 

    —«Preciso es que me equipe 
    bien», murmuré al sacar el chisme mostrenco; 
    y requiriendo como un concejal flamenco, 
    el gorro, la bata, las chinelas de tripe; 
    dispúseme un tanto ebrio de fantasía, 
    a gozar con secreto alborozo 
    aquel bello trozo 
    de selenología. 

    Vi un suelo de tiza. 
    En el cual recostábanse con lúgubre trasunto, 
    tristes sombras de hortaliza 
    a las doce en punto. 
    Pero era 
    imposible calcular la hora. 
    La vida resulta desconcertadora 
    de esta manera. 

    Todo se eternizaba en una luz de nitro, 
    con perspectiva teatral de palco escénico; 
    había árboles, pero eran de cinc y arsénico; 
    y agua, ya se sabe, no queda un solo litro. 

    (Con movimiento 
    blando, 
    la luna iba girando 
    ante el vidrio de aumento). 

    Y de pronto, sobre geométricas lomas, 
    aparecieron los primeros seres 
    vivos: cinco palomas 
    grandes como mujeres. 
    Crispábalas una ilógica neurastenia; 
    sus miradas eran de persona; 
    después hicieron una elegante venia... 
    con modales de prima donna 
    pero en la luna todo es mudo y sordo; 
    y en la falta de gravedad excepcional, 
    (De aquí la neurastenia que es allí normal). 
    Es como si uno se encontrara a bordo. 

    Después vino una horizontal región 
    donde no había más elevación, 
    que sobre un suave arenal 
    un inmenso anciano de cristal. 
    Como esos frascos de licor que son 
    un Garibaldi o un Napoleón. 
    Y aquél tenía por corazón 
    un poco de arena glacial. 

    Diseñando inútiles rutas, 
    durante dos horas pasaron soledades, 
    permanentes como verdades 
    absolutas. 
    Entre costas atormentadas 
    por el más anormal dibujo, 
    vi el Mar de las Crisis cuyo reflujo 
    provoca las náuseas de las embarazadas. 
    Es una especie de gelatina 
    terriblemente eléctrica por cierto. 
    Después pasó otro desierto, 
    y después una especie de ruina; 
    construcción de paradoja 
    en cuya cornisa, con imprevista gracia, 
    lucían una bola verde y otra roja, 
    como globos de farmacia. 
    Pero lo más curioso, 
    es que aboliendo mis más serias dudas, 
    surgieron junto a un lago en reposo 
    muchas doncellas blancas y desnudas. 
    ¡Al fin veía figuras humanas! 
    Aunque siendo hasta rubias por más señas, 
    tuviesen no sé qué anomalías arcanas. 
    Dormitando en un pie como las cigüeñas. 
    Noté bastante hermosas sus caras, 
    y bien que la nieve lunar fuera mucha, 
    lucían, brillantes de lawn tennis y ducha, 
    como magnolias duras y claras. 

    No sé por qué original encanto. 
    Pensé que hablarían en estilo astronómico, 
    algún idioma como el esperanto. 
    Equitativo, simple y económico. 
    Mas, no bien hube pensado en ello, 
    cuando un inesperado destello 
    borró vivamente el cuadro aquel, 
    digno tema de un docto pincel. 
    Y tan suave como tierna, 
    te vi a ti misma —¿por qué ventana?...— 
    en tu bañadera de porcelana, 
    como una Susana moderna. 
    Más linda, ciertamente, que la antigua Susana. 

    Y como yo no era un viejo, 
    comprendí que allí no había ningún engaño, 
    sino que la luna era tu espejo, 
    y que tú no estabas en el baño, 
    sino desnuda en mi alma, como una 
    noble magnolia en un claro de luna. 

    Así, en símiles sencillos, 
    destacábase en pleno azul de cielo, 
    tu cuerpo liso como un arroyuelo 
    sólo contrariado por dos guijarrillos. 

    Mas, a pesar de tan grata fortuna, 
    cierta inquietud me tenía en jaque, 
    por haber visto en el almanaque 
    que precisamente esa noche no había luna. 
    Hasta que tú me diste la certeza 
    ante nuestro lavabo cojo y viejo, 
    de que la luna era aquel pobre espejo 
    convertido en astro por tu belleza.